Casi siempre salgo con sensaciones encontradas tras mis visitas a Sa Roqueta, el pequeño restaurante que ya ha cumplido tres décadas largas en la zona del Portitxol. La principal, que siempre he comido muy bien, tanto por la calidad de sus productos como por su estupenda manera de tratarlos. La segunda, que cada vez me surgen dudas de que pueda permitirme venir alguna otra vez, habida cuenta de la factura. Curioso pero real dilema que, lamentablemente, se va produciendo cada vez más cuando se visitan restaurantes que han adquirido cierto nombre o que se han montado, esencialmente, para atraer a un público foráneo para el que los disparados precios isleños no parecen afectarles demasiado. No hay más que ver la cantidad de restaurantes de cierto postín en los que en temporada alta hay que reservar mesa con semanas de antelación.
Con esos sentimientos entré y salí en mí último almuerzo en Sa Roqueta con un grupo de amigos, copartícipes de similar estado de ánimo. Sigue manteniendo las esencias de la casa de comidas montada en el verano de 1987 por Miguel Serapio, su nuera y su hijo, en una antigua casa de pescadores, con la cocina de barca y la frescura de sus productos como elemento diferencial. Desde entonces, ha ido creciendo en clientela y prestigio. Hicimos una comanda para compartir, procurando no pasarnos. Los entrantes, intensos de sabor, como esperábamos: calamar de potera, bien entintado y rehogado, y unas excelentes almejas de cuchillo en sartén con ajo y vino blanco. Francamente buenos. Y, como principales un logrado arroz meloso con gambas de Sóller y marisco, que nunca defrauda, y –para mí, lo mejor del almuerzo– unos soberbios garbanzos con calamar, de una untuosidad y suavidad impresionantes. Los sencillos garbanzos pedrosillanos tienen esa virtud y suelen ser imbatibles.
Las características de los platos están muy bien explicados en la carta, con detalles sobre alérgenos. Un esfuerzo que hay que agradecer, de los más didácticos que conozco. Si además corrigen algunos pequeños errores sintácticos que se les han deslizado, todavía mejor. Por tanto, toda una experiencia de buena cocina, simple pero muy lograda, que es en lo que radica su valor añadido.
En el capítulo de precios, en el momento en que te descuidas, se pueden ir fácilmente a los tres dígitos. Algún ejemplo de nuestro almuerzo compartido: almejas, excelentes, 42 euros ración. Arroz con gambas, 38 euros. Y otros platos que no tomamos, como el arroz meloso de bogavante, 55 euros, o la caldereta de langosta, 69 euros. Está claro que la langosta y las gambas son caras. Pero es que la paella de verduras está a 32 euros! Y las espardeñas, bastante difíciles de encontrar, 65 euros la ración. En fin, que nos estamos colocando –por buenos que sean algunos restaurantes, y éste es uno de ellos–, en modo sólo para extranjeros pudientes o nacionales desahogados.
Buena carta de vinos. Nosotros tomamos un Chablis de Louis Latour (65 euros), que multiplicaba dos veces y pico su coste en tienda, y un magnífico Roda 19, a precio razonable (49 euros). De postre, ensaimada con helado de almendra correcta y sabrosa, y gató con helado. Al final, 120 euros por persona (71 euros la comida, con unos entrantes que se nos quedaron escasos, y sin tomar pescado, y 50 euros por las bebidas). Por cierto, no hubiera estado de más algún detalle, como invitarnos a los cafés, por ejemplo. En fin, que tendremos que ir acostumbrándonos a frecuentar menos restaurantes como éste, porque la cartera no dará más de sí.