Hoy tendría 48 años, pero aquel 21 de octubre de 2001, cuando se paró el tiempo para ella, solo tenía 27. Ana Eva Guasch Melis era una profesora palmesana del colegio de Santa Mónica y su desaparición provocó la mayor movilización policial y social que se recuerda para dar con ella. Su novio Rodrigo, un argentino frío y calculador, fue detenido hasta en cuatro ocasiones, pero siempre quedó en libertad porque no apareció el cadáver. El juez José Castro, que instruyó el caso, lo resumió el viernes con estas palabras: «Confiábamos en que podía derrumbarse y decirnos dónde estaba el cuerpo, pero no fue así. Aprovecho tu llamada para reiterar las disculpas a la familia de Ana Eva. No tengo claro en qué fallamos, pero se falló, eso es evidente», reconoció el magistrado, ya jubilado.
La víspera de las Vírgenes la filóloga salió a una fiesta con sus amigas y después acabó la noche en el Paseo Marítimo. A las cinco y media de la madrugada, tras acompañar con su coche a sus amigos a su casa, llegó a su piso alquilado, en el número 79 de la calle Aragón. Hoy se ha levantado allí un edificio nuevo, pero en aquella época se trataba de una construcción vieja, sin ascensor y de escaleras angostas. Al poco de llegar alguien llamó a la puerta y la profesora la abrió. Señal inequívoca de que lo conocía y confiaba en él. Desde ese momento, nunca más fue vista. Del inmueble faltaba una colcha, una lámpara de la mesita de noche y un ordenador portátil.
Las cámaras de un vídeo club vecino y de tráfico no fueron revisadas a tiempo, lo que provocó que las cintas se borraran. La chapuza policial fue de dimensiones preocupantes y a pesar de que todo apuntaba a Rodrigo, su novio, los investigadores no encontraban la forma de implicarlo. El joven contrató a un detective y se personó en las diligencias, lo que le permitía estar al día de las novedades. Su primera detención se precipitó cuando se descubrió que había hecho las maletas para huir de Mallorca. No se derrumbó. Después se supo que había acudido a un psicólogo para que lo medicara antes de su primer interrogatorio, lo que disparó de nuevo todas las alarmas y volvió a pasar por las dependencias policiales. «¿Qué inocente necesita tomar fármacos para hablar con la policía y el juez?», se preguntaba el viernes José Castro.
En otra ocasión, Rodrigo intentó engañar al Grupo de Homicidios y la jugada le salió mal. Colocó, supuestamente, una tarjeta rota bajo la puerta del piso de la maestra, y aseguró que era la que había usado el intruso para colarse en la casa sin romper la cerradura. El plástico fue analizado y, curiosamente, era de un vídeo club de Argentina, de cuando el sospechoso vivía allí. El acusado fue seguido día y noche, con discreción, y en otra ocasión que debía ir a Sineu se desvió del camino y acabó con su furgoneta en un camino de Santanyí, donde había un vertedero ilegal. Cada día se arrojaban toneladas de basura en un foso y Rodrigo lo sabía.
Los policías acudieron el día siguiente con perros adiestrados y hallaron unos huesos en una cisterna, pero eran de un animal. También se barajó la posibilidad de contactar con la madre del sospechoso, «para incluso suplicarle que nos ayudara y que, por humanidad, nos ayudara a llegar al lugar dónde estaba Ana Eva», relató ayer otro investigador que participó en el caso. El argentino se marchó a su país y después volvió a España. Lo último que se sabe de él es que trabajaba en un hotel de la Costa del Sol. Un mando policial de Palma, al saberlo, llamó a su homólogo allí y le avisó: «Tenedlo controlado».