«¿Esto qué es?, me dijo un niño mostrando un puñado de hierba. ¿Qué podía responderle? Yo tampoco sé qué es la hierba. Quizá es la bandera de mi carácter, tejida con la sustancia verde de la esperanza», así iniciaba Walt Whitman la sexta sección de su célebre obra Canto a mí mismo. El poeta contesta a la pregunta del niño, pero fuera de la lírica, ¿es posible tejer con la sustancia verde de la esperanza? Las tintoreras naturales, artesanas ocupadas en extraer los colores de la vida en forma de pigmentos, conocen la respuesta. «Los pigmentos naturales son fascinantes, vibran de otra manera, transmiten vida. El tinte natural posee una naturaleza variable: la misma planta puede darte distintos tonos según la estación del año, la tierra o el agua con las que crece, y se transforma con el paso del tiempo. Ese paralelismo con la vida humana nos recuerda que también somos naturaleza», afirma Tatiana Sarasa (1966, Barcelona), una artista con una dilatada trayectoria y afincada en la Isla desde 1992.
Sarasa se centra ahora en la recuperación de la fibra y el color natural, así como sus técnicas artesanales, en Open Studio 79, un espacio en Santa Catalina abierto a la divulgación y experimentación artística. «Abrí mi estudio con el fin de generar un debate alrededor de nuestros hábitos de consumo. El coste medioambiental y humano de la fast fashion es enorme. Intento impregnar mi obra de contenido e intención, y el arte también es eso: comunicar, informar e invitar a la reflexión», razona la artista. En su estudio, en un mezcla de intuición y de formulación química, tiñe lana con tintes naturales, que comercializa en forma de ovillos o madejas. Aunque este sea su producto más representativo, con sus ovillos elabora también piezas en telares de bajo lizo, como cojines, chales, u obras textiles para pared.
Existen infinidad de materiales tintóreos: raíces, hojas y cortezas de árboles y arbustos, los envoltorios de sus frutos, las flores, e incluso los animales que los habitan, como la famosa cochinilla. Pero, «no todo lo que mancha, tiñe permanentemente, y los tintes no siempre responden al color exterior. Da sorpresas fantásticas. Con el hueso y la piel del aguacate, por ejemplo, logras el color rosa», aclara Sarasa, que recuerda que cada material requiere de su propio proceso para la extracción del pigmento. Antes de teñir sus lanas, se deben lavar a conciencia y bañar en sales de alumbre, en un proceso llamado mordentado, que facilita la adherencia del tinte. «Se necesita mucho tiempo. Cuando trabajas con tintes naturales, cuánto más lento es el proceso, mejor. La unión química entre el pigmento, mordiente y fibra necesita reposo. Funciona también como contrapunto a nuestro ritmo de vida frenético; y en el telar me sucede lo mismo, para mí es terapéutico, logra que sea consciente del aquí y ahora», sostiene la artista.
El estudio de los tintes naturales también se traslada a la investigación científica. La joven Rosa Caterina Bosch (1992, Palma) realiza una tesis doctoral, tutorizada por el botánico de la UIB Joan Rita, sobre los colores de las plantas de Balears. «Hemos encontrado más de cien referencias, pero nosotros probamos una veintena. Utilizamos la técnica de las Indianas, del siglo XVIII, consistente en crear dibujos policromados sobre un tejido de algodón, a través de la descarga de reactivos con la propiedad de atraer el colorante de forma selectiva. Otra parte del proyecto es comprobar la calidad de los tintes obtenidos, como la resistencia a la luz, a los lavados, la sudoración o la fricción», explica Bosch, quien descubrió su pasión por el tintado natural cuando estudiaba Bellas Artes en Barcelona. Entre las clases magistrales que recibió, sintió una atracción especial por las del maestro artesano francés Michel García, «por su perspectiva científica», a quien acompañó como ayudante por toda Francia.
Además de la investigación, la joven artista experimenta con los colores que descubre; sus piezas pueden encontrarse en el catálogo de la galería Aba Art Lab. En su obra gráfica, estampa telas de cotó roig; sustituye los moldes de la mesa lionesa por la mano y el pincel. Sobre una tela rasa, pinta con el reactivo -sales de aluminio hierro, o titanio, dependiendo de las tonalidades que se desean obtener-, un dibujo invisible, que se desvela cuando la tela se sumerge en la decocción colorante. Antes de empezar a dibujar, Bosch trabaja pequeñas tiras de tela para saber que colores y tonos obtiene con cada planta y reactivo.
«Más que la ecología o la estética, me interesó la espiritualidad del proceso, que expresa la tensión entre lo visible y lo invisible, y la transformación de la materia. La planta puede desaparecer, pero deja un registro: queda inmortalizada en su paleta de colores», explica Bosch, que consigue lápices de colores con el pigmento resultante. «Una vez deshidratado el pigmento, lo mezclas con cera de abeja y aceite y, finalmente, se amoldan. Aportan un resultado diferente: tienen transparencia, se nota la depositación de exceso de material...», explica Rosa. Si el color es huella y vestigio de la planta, estas tintoreras coinciden con Whitman, quien respondía al interrogante del niño de esta manera: «El brote de hierba más pequeño nos enseña que la muerte no existe; que si alguna vez existió, fue sólo para producir la vida».