La primera vez que vi a Rafael Nadal (entonces desconocido) fue en la terraza del bar del Club Nova Sport de Palmanova. Recuerdo que estaba junto a su tío Toni comentando un partido de tenis que veía por Esports 33 en una tele diminuta de esas de antena con cuernos. El periódico en el que trabajaba me envió a una rueda de prensa de Gustavo Kuerten, el brasileño que era tricampeón de Roland Garros y que era la estrella de aquel Mallorca Open.
El pequeño Rafelet estuvo un par de horas esperando para saludar a Guga, que le miró, se hizo una foto, charló de forma breve y se fue...
Al día siguiente aquel niño de 15 años que había visto tomando un refresco en el bar saltó a la pista para disputar el primer partido de su vida en un torneo ATP... Me sorprendió mucho su hiperactividad, sus tics, sus gestos contagiosos y su conexión con el público. Podría decir ahora que ya vislumbraba que sería un icono mundial, pero no mentiré. No lo vi venir. Ni le vi su derecha. Ni su capacidad de sufrimiento. Ni sus golpes imposibles. No vi nada. Solo a un chaval de 15 años que no paraba de moverse en la pista.
Tres años después, ya en este diario, aquel niño me dejó con la boca abierta cuando adelantó por la derecha a todos sus rivales y alzó la Copa de los Mosqueteros al cielo de París. Había traspasado todos los límites. Todo lo posterior a aquel primer bocado es historia del deporte.