Tras mi primer mes viajando por el mundo recorriendo Turquía, la aventura aquí llega a su fin, muy a mi pesar. Han sido tantas las emociones y experiencias vividas que siento que en apenas 30 días he vivido lo que en medio año en casa. Como dijo el viajero Tony Wheeler en una entrevista en La Vanguardia: «Cuando viajas, cada día lo vives el doble». En el aeropuerto de Estambul, camino al siguiente destino, tengo sensaciones encontradas. Las ansias de explorar una cultura y paisaje diferentes me pueden, pero se entremezclan con el miedo o reparo que me genera la India.
Desde que hace un mes dejé todo atrás para viajar por el mundo, mi entorno e incluso gente que no conozco no ha cesado de decirme lo osada que soy, de remarcar mi espíritu aventurero. Yo me he hartado a negarlo. No me considero ni especialmente valiente ni miedica, soy bastante Hacendado, lo normal. Sin embargo, he de reconocer que la India me da respeto. Todos con quienes he hablado acerca de este destino me han metido miedo: que si es un caos, que si los primeros días es sobrecogedor el choque cultural, que si voy a coger infecciones alimentarias por las malas condiciones higiénicas...
Me empiezo a dar cuenta de adónde voy al encontrar la puerta de embarque. Está abarrotada de indios, claro, pero se diferencian muchísimo, por su vestimenta y hasta por su olor, con la gran mayoría de pasajeros, vestidos a la última moda de Occidente, que pasean sus maletas de ruedines por los alrededores. El primer guantazo de realidad ocurre poco después, en el avión. Esperando el momento del despegue, noto que alguien me roza la parte baja de la espalda con lo que creo que es la mano. Me doy la vuelta y veo cómo un señor se masajea el pie -bastante sucio- entre la pared del avión y mi asiento. Ahí bien metido el pie, justo debajo de mí. Olor a rockefort se queda corto. Aún así, no me escandalizo. Voy a la India y me han metido tanto miedo que me espero lo peor de lo peor.
Durante la marabunta de pensamientos y especulaciones sobre el país, sobrevolamos el Golfo Pérsico y, me asomo con asombro por la ventanilla: se ve fuego abajo. La llanura oscura que atravesamos se ve interrumpida de repente por enormes bolas de fuego a lo lejos. Son las famosas explotaciones petrolíferas que salen en películas y telediarios. Y las estoy viendo, aunque desde lo alto, con mis propios ojos y en directo.
La llegada y los primeros días
Aterrizamos. Llega el momento de enfrentarse a la India; de ver la realidad con mis propios ojos, libre de informaciones asépticas ni percepciones personales de terceros de por medio. Salgo del aeropuerto esperando la avalancha de taxistas, de carteristas y de caos total...y menuda desilusión. Al salir solo se ofrecen aquí y allá algunos taxistas, como el mes pasado en Estambul. ¿Dónde está esa desafiante vorágine espeluznante que me han vendido de la India? Desde el taxi, camino al hostal, voy viendo el centro: pasamos por el barrio diplomático, por las principales avenidas y veo de lejos locales como Starbucks o McDonald's, que me recuerdan mucho a casa. Las calles están rodeadas de verde, bien cuidadas y podrían pasar perfectamente por una metrópolis occidental...Pero de repente, en cuestión de dos minutos y tres giros a la derecha, nos metemos en un barrio atestado de gente, donde se percibe la pobreza, de puestecillos ambulantes e itinerantes y vida enredosa y efímera. No veo nada conocido y todo me parece tan curioso y aleatorio a simple vista que cuesta prestar atención a las numerosas escenas que ocurren al mismo tiempo en esta pequeña calle. La India es un país de contrastes.
Aún así, solo tres días después de ese primer choque cultural, me siento cómoda en medio de la maraña de tuk-tuks, motos, pitidos y caos. Incluso no me sorprende ver mear por la calle a la gente, o que los indios eructen o echen un escupitajo al suelo con toda su energía en mitad de una conversación. Cierta es la diferencia cultural con respecto a Occidente, pero mis sensaciones difieren en demasía con respecto al espanto que me transmitían incluso los propios viajeros. La frase célebre de René Magritte resume como anillo al dedo ese desfase de opiniones: C'est si c'est pas une pipe -Esto no es una pipa, en español-. Y es que la imagen de abajo no es una pipa, sino una representación de una pipa; del mismo modo que la India no es caos, no es espiritualidad ni suciedad. Eso es solo una representación que de ella se hace. Necesitamos experimentar de primera mano, ver con nuestros propios ojos la realidad, para verdaderamente conocerla.
Vivir una vida de película
El cuarto día en la India llega Marc Lozano. ¿Recuerda el lector mi amigo cámara que me acompañó las primeras semanas en Turquía para grabar un documental? Pues este mismo joven catalán, al volver a su trabajo, tardó pocos días en pedir cuatro meses de excedencia. En cuestión de dos semanas, se ha unido de nuevo a mis peripecias, esta vez en la India y sin billete de vuelta; sin pensarlo demasiado, siguiendo ese llamamiento interno que tan acallado guardamos a veces dentro. «Madre mía, Marina, estáis viviendo una vida de película», me recalcan algunos amigos desde la distancia a la que ahora queda Mallorca. Y yo me atrevo a decir que sí, sin reparo alguno.
Siempre me había percibido como el tipo de persona no tan interesante como para ser candidata a anécdotas y vivencias tan sumamente exóticas y fuera de lo común. Hoy considero que tengo el secreto: moverse. Seguir lo que nos resuena y lanzarse al vacío, como Marc. Hay muchísimo que ganar y las pérdidas son relativas. Ceci n'est pas une pipe, y esto no es una locura, sino una de las épocas de mayor aprendizaje y que recordaremos toda nuestra vida con especial cariño. Para mí ese siempre ha sido el objetivo final. Nos leemos la semana que viene en Ultima Hora y todos los días en mi Instagram @marinaenruta.