El Bungalow es una institución en Palma, como se ha puesto de manifiesto en las muchas manifestaciones recientes para evitar que la Demarcación de Costas siguiera adelante con sus planes de derruirlo. La frialdad de las normas deja de lado historia, sentimientos y tradiciones, y los burócratas deciden a cientos de kilómetros el futuro de lugares e instituciones. No es el primer caso –ha habido muchos otros, ya irreparables–, ni lamentablemente será el único. Este restaurante de Ciutat Jardí, ubicado en un edificio construido en 1912 y comprado por el bisabuelo de la actual generación de la familia Bonet en 1943, ofrece como principal aliciente una hermosa terraza, prácticamente a pie de playa, que ha hecho las delicias de innumerables clientes desde que empezaron a dar comidas en 1983.
La movilización popular, de famosos y de vecinos, ha servido para que en noviembre pasado se aceptara una iniciativa del Partido Popular en el Ajuntament de Palma y se pusieran en marcha los trámites para solicitar la protección y catalogación del inmueble y, paralelamente, para pedir a Demarcación de Costas –que es la que tiene la última palabra– que paralice cautelarmente el proceso de demolición. Aparentemente, El Bungalow, que ha vivido desde hace años con esa espada de Damocles, ha ganado tiempo. Regido por miembros de la familia fundadora, se ha erigido desde hace muchos años en un clásico, con una cocina relativamente sencilla en la que arroces, fideuás y los pescados han sido los platos estrellas de la casa, con el plus añadido y especial de poder comerlos en su agradable terraza al borde de la arena. El resultado solía ser aceptable, con un producto razonable en cuanto a calidad y un servicio no particularmente empático, pero la magia del lugar compensaba sobradamente.
En nuestra última visita, a finales de mayo, el ambiente era de notable tranquilidad, como si se hubiesen disipado los peores nubarrones que le habían acechado en los últimos meses. El restaurante funcionaba a pleno rendimiento y se respiraba una cierta sensación de relajo. Con tiempo incluso para aconsejar al cliente ante las dudas de qué platos elegir. Fue el caso de los entrantes, ante el dilema de si optar por boquerones marinados o por las sardinas en escabeche. «Sin duda, las sardinas», nos dijo Maleni Bonet, cuarta generación de la familia propietaria. «Son receta de mi bisabuela, Maneta (diminutivo de Magdalena), que las empezó a cocinar y que hemos mantenido en carta desde entonces». Marinadas durante bastantes horas con vinagre, cebolla y especias, y acompañadas de mejillones, tomatitos y olivas negras, las sardinas habían mantenido tersa la carne y adquirido un sabor particular (15,5€). Un consejo que nos permitió disfrutar las humildes sardinas mucho más que si hubiéramos elegido cualquiera de los otros entrantes más renombrados –almejas, navajas o calamares– que había en la carta. Estupenda elección.
Optamos después por una abundante fideuá ciega de marisco, de fideo muy fino, ligeramente socarrado en su exterior y jugoso en el interior (21,5€). Un plato que confirma el buen nivel que siguen manteniendo los arroces y fideuás de esta casa de comidas. En mi memoria han quedado buenos arroces de marisco y de sepia, así como los particulares de coliflor y bacalao. Como guardo gran recuerdo de los excelentes pescados al horno, preparados muy bien de punto, al igual que sus pescados a la sal.
El postre –tarta de chocolate y avellanas–, discreto (6,5€), como lo es la carta de vinos, con un Veritas reserva como el más destacado de los mallorquines (51€), y unos blancos de la Isla, junto a verdejos y godellos bastante normales en calidad y precio. Un clásico único por su emplazamiento, que mantiene un buen nivel y que, ojalá, parece que ha conseguido un nuevo soplo de esperanza.