Ana del Reino Unido es la segunda de los hijos de Isabel II del Reino Unido y de su marido, el príncipe Felipe de Edimburgo, por lo tanto, es la primera hermana menor del actual rey Carlos III. Desde 1987 ostenta el título de princesa real, lo que la convierte en la séptima en poseerlo. La distinción no es baladí, pues su madre Isabel II quiso premiarla por su dedicación casi obsesiva al servicio de la Corona. Es la que más trabaja, sin necesidad de hacerlo. Cree en lo que representa su familia y lo hace desde la modernidad más absoluta. Ha hecho y dicho lo que ha querido sin faltar jamás, así que algunos deberían tomar ejemplo.
No puedo con los lloricas del couché. Ella no llora, frunce el ceño como un general, se enfunda el uniforme militar y tira hacia adelante, vestida con modelos confeccionados hace más de 40 años, modelos que en la época ya parecían antiguos. El de la boda de su hermano Carlos con Lady Di es inolvidable. Sin embargo, supo vestirse de novia en sus dos bodas, la real y la escocesa, donde se tocó con pieles y una ramita de mirto cursilísima, pero que en ella queda lo más.
Soy fan de Ana, de su rostro caballuno, de que su hija sea feliz con un jugador de rugby con cara de matón, de que su hijo se divorcie a la americana y no sea un escándalo, de que llegue a un sitio y pida una copa doble porque está agotada de aguantarse. Y soy fan de su amor por África, algo muy royal por otra parte. Don Juan Carlos I también ama el continente padre, aunque nos hagan creer lo contrario. No hay aristócrata de su generación que no haya cazado en sus sabanas, de la misma manera que ninguno hoy se dejaría fotografiar cazando elefantes.
Los tiempos han cambiado, la reina Isabel II murió de amor, aunque no lo cuenten, pero Ana sigue adelante, marcando el paso, como una generala. «Ser una princesa era mucho más fácil cuando era joven que hoy en día», afirma Ana en un documental realizado con motivo de su 70 aniversario.
Doña Elena de Borbón y Grecia también lo cree, me temo. Sigo con arte.