Son las dos de la mañana. Los vecinos de los núcleos más afectados por la DANA de Valencia hacen guardia en los portales durante la noche para comprobar que las bombas de achique de sus garajes no paren ni un segundo. Lo hacen por turnos. Tiene un sentido. El próximo lunes recibirán la visita de los peritos para valorar los daños y si no están vacíos, no se podrá llevar a cabo el proceso de valoración. Así como está el núcleo de Paiporta a ocho días de la catástrofe, hablar de valorar daños es un imposible. No se puede cuantificar las zonas dañadas, porque todo lo está. Los valencianos están tan agotados que les digo que haré la guardia yo.
06:30. Madre mía. Siete rutas de reparto. Me ha tocado la 4. Tenemos una entrega en Aldaia, donde también llevaremos camas mañana. Los vecinos se organizan entre ellos y suben comida a quien le hace falta. Descargamos una furgo entera donde nos indica Rosa Lava, es una vecina que nos hace de enlace. Nos avisa sobre una urbanización que aún es inaccesible y nos dice que ella ha perdido sus dos coches, pero que es lo de menos. «Es importante concentrar la comida en un lugar en el que los vecinos se sientan seguros porque quien lo necesita es quien menos ruido hace», nos dice.
10:00. Circular por Valencia es una locura. En cada esquina oyes sirenas, ves luces policiales y agentes en los cruces. El tráfico es denso. Vamos en dirección a una protectora de animales donde dejaremos mil kilos de pienso y otros utensilios. Otra vez a descargar. Eso, si llegamos. «Llevamos cuarenta y cinco minutos para hacer ocho kilómetros», calcula el voluntario Raúl Aguiló.
12:00. «Estamos cerca de Paiporta, llegamos a descargar, cuenta con nosotros», dicen desde la furgoneta número 8. Llega un tráiler. Tengo la espalda molida pero no la siento. Sobre todo porque ya sólo la entrada de este municipio te deja sin respiración. No puedes parar de pensar en la gente que vive en estas condiciones desde el martes de la semana pasada. Parece ayer. Me parece imposible tanta destrucción.
14:00. Hemos tardado casi una hora en acceder al centro de Paiporta, sorteando policías, vecinos, voluntarios, barro, coches y todo tipo de escombros que se amontonan de lado a lado. La imagen es indescriptible. Mires donde mires sólo hay desastre. Tengo ganas de llorar. Estamos parados en mitad de un cruce en el que hay una gasolinera con más de medio metro de fango, parece el escenario de una película de ficción, y es real. No me lo explico. Una vecina se fija en nuestra pegatina. «¿Mallorca?», dice. «Gràcies, moltes gràcies», exclama acto seguido. Se me cae una lágrima. Siento que no hay nada que yo pueda hacer y aún así nos da las gracias. El mundo últimamente está al revés.
16:00. Me pica la mascarilla. Molesta. Sudo. El barro ya está presente en el chaleco de Inca Mallorca Solidaria. Tengo en la cara, en los brazos. Hemos localizado un pequeño local eclesiástico en el que necesitaban material y alimentos pero no podíamos descargar de sucio que estaba aún. Aún. Siete días después. Lo hemos desenfangado entero. Ante la imagen de un Cristo, lleno de barro, que le ha dado un tinte de surrealismo a la situación. Una vez limpio, lo hemos llenado de cajas. Descargamos tres furgonetas y montamos fuera, con ayuda de otros voluntarios de diferentes rincones, un punto de recogida de lo más demandado: trajes de protección, detergente y las codiciadas botas de agua. Decenas de vecinos y voluntarios se han parado ante nosotros llenos de barro. Estoy más cansado que nunca pero las últimas dos horas de mi vida puede que sean lo mejor que he hecho nunca.
18:00. Reorganización en la entrada de Paiporta. Llevamos algo de picar en las furgonetas. Me acabo de acordar que también tengo que comer y beber. He perdido la noción del tiempo. Haremos una última parada. Ya no hay luz, pero hermoso localizado una organización de vecinos en Massanaves que reparte a los núcleos afectados que tiene alrededor. Dejamos el material de cuatro furgonetas cargadas hasta arriba. Seguimos escuchando ristras de 'gracias' allá donde vamos. Llevo 48 horas aquí y se me ha pegado hasta el acento valencià. «Som germans», nos dicen.
20:00. Vamos de camino a Siete Aguas, donde nos alojan. No sé a qué hora llegaremos pero no hay más cargas ni descargas pendientes. Hasta mañana, claro. Nos quedan 24 horas más aquí y el material humanitario está casi todo repartido. Queremos seguir limpiando las calles. Como la vecina que hemos conocido hace un rato en Paiporta, armada con un botiquín y preguntándole a vecinos y voluntarios: «¿Alguna herida que curar?». He estado a punto de contestarle que sí, pero no es superficial.
Y por cierto. Olvidé decirte como me llamo. Mi nombre es Xavi, Pere Joan, Miquel, Jaume, Catalina, Antonia, Alba, José, Samuel, Sergio, Vicent, Álvarp, Pablo, Javi, Jeremi, Christian, Pedro, Kenia, Charo, Maria, Ángela, Paco, Pau, Óscar, Raúl, Pep, Robert, Tolo, Xisco, Xantia, Sandra, Alexander, Sipi, Biel, Claudia. Es que aquí somos todos uno.