Llegaron a ser tan temidos que decían de ellos que por donde pasaban no crecía la hierba. Unos Atila modernos. Del siglo XXI y con placa. El Grupo de Blanqueo del Cuerpo Nacional de Policía, ahora desmantelado, bajo sospecha y en sus horas más bajas, fue el brazo ejecutor del juez Penalva y el fiscal Subirán. Ahora, algunos de sus miembros están en el punto de mira y se enfrentan a una investigación policial y judicial por supuesta revelación de secretos y mala praxis.
Durante tres años, esta unidad presumiblemente de élite sólo rindió cuentas al juez y el fiscal. Ni tan siquiera informaban de sus movimientos al entonces jefe superior de Policía, Antonio Jarabo. «Era un mundo aparte dentro de la Jefatura. Llegaron a tener muchísimo poder, pero luego las cosas empezaron a torcerse», explicó este sábado una alta fuente policial. Se refiere a la extraña espantada de una de las jefas del Grupo, que fue destinada a Madrid tras una guerra abierta con otros compañeros de otras unidades, que ya en aquella época veían con malos ojos la forma de proceder de Blanqueo. El declive se intuía, pero explosionó cuando Ultima Hora reveló los escandalosos WhatsApps de Penalva, la madame, y otros protagonistas de la investigación. Los mensajes supusieron que Penalva fuera apartado del caso, pero desvelaron también el proceder de algunos policías «estrella» de Blanqueo.
Uno en concreto, que estaba siempre presente en los durísimos interrogatorios de juez y fiscal, fue cazado cruzándose multitud de mensajes -algunos bochornosos- con la madame. Y en algunos, incluso, le decía a qué profesional acudirían cuando querían publicar una información que afectaba a empresarios, policías o funcionarios. «Entonces el Grupo quedó sentenciado. Pero en la Policía hacemos las cosas de otra manera y se dejaron pasar algunos meses para que el escándalo no nos afectara tan directamente», añadió otra fuente, que recordó que a partir de entonces Blanqueo fue desmantelado progresivamente. Hasta la sombra de lo que fue que es hoy. El policía favorito de Penalva y Subirán, por ejemplo, acabó desterrado en la Oficina de Denuncias. El error final, de bulto, lo cometió supuestamente algún policía que filtró un desastroso informe sobre delitos fiscales del Grupo Cursach, y que el nuevo juez del caso -Miquel Florit- tenía dormido en su cajón, quizás porque no le daba demasiada credibilidad.
Fue el último fallo del Grupo más polémico. El juez, al sentirse engañado, jugó sobre seguro y fichó a los dos mejores investigadores de la Policía Nacional (conocidos como ‘Los Juanes'), que entre otras proezas habían desenmascarado a la madame. La incautación de los móviles de dos periodistas fue el movimiento más arriesgado. Florit sabía de lo impopular de la medida («va a caer la de Dios», dicen que alguien le advirtió), pero consideraba imprescindible cerrar el círculo sobre los investigadores sospechosos. Paradójicamente, la medida busca salvar una instrucción desastrosa que se cae a trozos. Y por momentos. Descubrir quién filtraba y creaba artificialmente «corrientes de opinión» puede salvar todavía el ‘caso Cursach' y condenar a una veintena de acusados, que sí merecen realmente esa pena. El problema es que quizás también demuestre que muchos otros imputados sólo pasaban por allí.