Ya deberíamos haber aprendido el juego limpio porque llevamos décadas invocando la ética política. Pero desde momentos muy tempranos de la etapa democrática, ha irrumpido la detestable corrupción, que ha hecho estragos en la estabilidad política, en la credibilidad del modelo representativo, en el prestigio de los profesionales de lo público, en el apego de la ciudadanía al sistema. Todo empezó en junio de 1989, cuando el semanario Época publicó una expresiva información: Juan Guerra, hermano del vicepresidente del Gobierno Alfonso Guerra, había sido contratado por el PSOE como asistente de este, en un despacho de la Delegación del Gobierno en Andalucía.
Poco después, surgieron informaciones que aseguraban que la tarea que en realidad realizaba Juan era la de «conseguidor», es decir, practicaba tráfico de influencias. El escándalo llegó a los tribunales, que juzgaron al «hermanísimo» por varios delitos, de los que solo fue condenado por fraude fiscal. El clamor fue tal que Alfonso Guerra se vio obligado a dimitir en enero de 1990, sin que Felipe González hiciese amago alguno de evitarlo. El PSOE salió seriamente tocado y González optó por adelantar las elecciones a la primavera de 1993; pero, contra pronóstico, el PSOE volvió a ganar, aunque sin recuperar toda la credibilidad perdida.
Tras aquel comienzo, la etapa de Aznar en la presidencia concluyó en medio del ‘caso Gürtel’ y la contaminación de parte de su cúpula, encabezada por Rodrigo Rato. Durante la etapa de Zapatero, no se conocieron escándalos de gravedad, pero la era Rajoy concluyó con la moción de censura basada en sentencias judiciales que confirmaron financiación ilegal y un cúmulo interminable de marrullerías varias. El PSOE, que llegó al poder con el encargo de limpiar la escena, acaba de tropezar en misma voluminosa piedra.
Este resumen señala una fuerte y permanente crisis de ética pública, en que sucesivas minorías han abusado del poder recibido y se han enriquecido. La mayor parte de la clase política es sin duda honrada, pero incapaz de depurarse internamente. Así las cosas, es claro que no habrá futuro practicable si los partidos no marcan como primer y principal objetivo la lucha contra la corrupción. La propia y la ajena. Así no podemos continuar.