Todas las religiones, mitologías, narraciones y hasta filosofías, desde las más antiguas cuando aún no se había inventado el fuego y nuestros ancestros paleolíticos se apiñaban para defenderse del frío, y se comunicaban con las manos y algún gruñido, se basan en la idea asombrosa de que todos somos culpables. De qué no importa, como sabemos ahora por Calderón de la Barca, El proceso de Kafka y el mismísimo Freud. Parece que esa idea de la culpa la inventaron los propios dioses creadores de la humanidad (¿por habernos dejado crear?), todos los cuales, en todas las épocas y culturas, ya nos declararon culpables en cuanto dimos el primer paso sobre la Tierra. Una divinidad muy importante, de gran actualidad, incluso se suicidó para intentar redimirnos del pecado original. Y ni así, no hay forma de expiar las culpas. Pero si los dioses ya inventaron la culpa de antemano, hay que decir que nosotros la aceptamos enseguida con gran entusiasmo, y toda nuestra cultura, legislaciones, política y filosofía, así como arte, consisten en determinar quién es culpable y de qué. Ni que decir tiene que si dicho culpable no aparece, o no lo hay por tratarse de una calamidad natural (epidemia, terremoto, meteorología), o bien se busca un chivo expiatorio según la tradición procedente de los judíos y el Antiguo Testamento, o bien todos somos culpables y merecedores de castigo. Como cuando Dios, en una rabieta, envió un diluvio exterminador. En cualquier caso, la culpa es el invento más antiguo de la humanidad, anterior al fuego, y la búsqueda de culpables (mejor extranjeros o emigrantes) nuestra pasión dominante. Que no ha dejado de crecer en milenios. Y ocioso es decir que si buscas, encuentras. Esto es bíblico, pero sobre todo, kafkiano. «Alguien debía haber calumniado a Josef K., porque una mañana lo arrestaron». Así empieza El proceso, y ya sabemos cómo acaba. Inconcluso, pues ni Kafka le veía el fin a la culpa. Freudiano también, cómo no. La búsqueda constante de culpables exige que exista una culpa ontológica y abstracta, además de la episódica en su caso. Ah, qué invento. Sin él no existiría orden, ni civilización, ni nada. Al menos, eso dicen casi todas las narraciones.
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