No hace tanto escuché a un político de Baleares mostrar su preocupación por la presencia del mallorquín en la vida diaria de la isla. Atribuía el hecho a la demografía, que es la forma amable que tiene ahora la izquierda para referirse a la inmigración masiva que está aplastando el archipiélago. Como el mundo de la corrección política consiste en comportarse de acuerdo a los tabúes sociales acumulados y la inmigración es uno de ellos, hablan de demografía, que les resulta más digerible. Comparto esta preocupación ante la transformación profunda, súbita e inesperada del entorno que sufrimos por la llegada de población forastera que, debido a su volumen, no tiene posibilidad de integrarse en la realidad del lugar. Un aula con un ochenta o noventa por ciento de ‘nouvinguts’ adapta a los locales y no al revés.
Sin minusvalorar la pérdida paulatina de los referentes lingüísticos, pienso que el asunto va mucho más allá, al punto de que hasta puede que la lengua sea simplemente un asunto más. Para mí hay que destacar la notable dilución de la cultura autóctona en general. Aunque aquí hay que explicar a qué me refiero, porque muchos al hablar de cultura automáticamente piensan en bellas artes o en música clásica; cultura es mucho más que eso, es el conjunto de narrativas que una sociedad tiene para relacionarse, comprender y vivir en su entorno. Es la definición de cultura que introduce la Escuela de Birmingham, con Stuart Hall a la cabeza, y que cambió la forma contemporánea de entender este concepto.
Entre esos elementos que conforman la comprensión del mundo externo están la comida, la moda, la arquitectura o hábitos de convivencia como la conducción de coches, la forma de socializar y el estilo de vida, en general. Una amiga mía cuando ve a una persona mal vestida suele decir «¡ay, si se viera con mis ojos!», lo cual quiere decir que si el otro pudiera incorporar la interpretación del mundo que uno tiene, jamás se atrevería a salir a la calle de tal guisa. Un amigo genial que tengo, acudió este año a una procesión de Semana Santa en Palma, durante la cual el público que estaba a lo largo del trayecto, ante un paso especialmente impactante, se puso a festejar y aplaudir. «No, un mallorquín nunca haría eso», me comentó después con razón. Esos elementos culturales se corresponden con lo que denominaríamos «nuestra forma de ser», algo que hace que seamos así y no de otra manera, lo que nos confiere nuestra identidad. Aún recuerdo con estupor cómo una inglesa me explicaba que ellos saben perfectamente que sus hijos los van a aparcar en un geriátrico y no porque no los quieran, que al fin y al cabo se ven cada año. Desde luego, no es lo que para nosotros sería ideal.
Cuando el jovencísimo Pierre Bourdieu, para mí un sociólogo contemporáneo absolutamente imprescindible, estaba en la colonia francesa de Argelia, estudió por qué los locales priorizaban vender su producción agrícola a gente que conocían de siempre antes que a empresas que les pagaban mucho mejor: la palabra dada, la tradición familiar, el consejo del padre, pesaban entre los argelinos mil veces más que la rentabilidad. Y eso era su forma de ser, resultado de la acumulación de aprendizajes durante generaciones y generaciones.
Qué reacción es socialmente aceptable ante un accidente de tráfico, cuánto nos creemos los mensajes públicos, cómo hacemos una cola, qué es hortera: todo eso es cultura. Cuando se publican estadísticas de impagos, Menorca aparece como la más cumplidora, Mallorca está en medio e Ibiza aparece en el último lugar. En el consumo de productos culturales, sea ópera, libros o discos, ocurre lo mismo. Son referencias trascendentales para identificar la forma de ser de los habitantes de las tres islas, pese a no tener nada que ver ni con la lengua, ni con la literatura, ni con las bellas artes. Yo no creo que esa cultura sea mucho mejor o peor que la de otros, pero es la de aquí, resultado de siglos de convivencia, de historia, de construcción. Es lo que somos.
Esa es la cultura que está cambiando y que a su vez nos transforma a nosotros irreversiblemente. Siempre se puede decir que la cultura evoluciona constantemente, lo cual es verdad, pero nunca como ahora los referentes se giran radicalmente en apenas unos años. La lengua sí, pero no es sólo eso. Quien haya vivido un proceso similar a este en un entorno monolingüe lo entenderá. No es gratis incorporar tan velozmente personas con otras interpretaciones del mundo. Y se nota, claro, por mucho que estemos tocando los tabúes más delicados de nuestra sociedad –por cierto, otra característica cultural en transformación.