No entiendo esta justicia en la que actúan amigos, compañeros y antiguos alumnos de la facultad de Derecho. Escucho esta frase añadiendo mi desasosiego ante la actual democracia que aprueba las normas que aplican los tribunales. En fin, confesiones entre juristas que se producen al amparo del juicio al octogenario cuya legítima defensa se cuestionó hasta hace unos días. Puede que lo técnico -y me reconozco muy alejado de los muchos libros de derecho penal que he heredado de mi padre- no tenga tanta trascendencia como la percepción social del caso. Le echo ahora de menos para que me explicase desde su veteranía qué debo esperar del Derecho. Estoy convencido que si nos reuniéramos con mi compañera de pasillos sus razonamientos se basarían en sus maestros que perduran en mis estanterías (Luis Jiménez de Asúa, Juan del Rosal, Antonio Quintano Ripollés) y que todas esas teorías siguen vigentes en la Sentencia del Tribunal Supremo de 4 de julio de 2024 que ha permitido a Eduardo Valdivia culminar y justificar la absolución por legítima defensa y cuyos parámetros atendiendo necesariamente al momento de los hechos son: la intensidad de la agresión, la peligrosidad del delincuente, los medios para repeler la agresión y, por último, que el medio de defensa no agrave el riesgo del que se defensa. Me falta, añoro, la conversación sobre jueces y fiscales en un procedimiento donde las togas y la autoritas parecen estar muy alejadas del sentir popular y de ponerse en la piel del que sufre una intromisión en su privacidad por delincuentes extremadamente peligrosos o que se trasladen los sesgos a un jurado que no tengo claro que esté cualificado para impartir justicia porque ello es una misión casi divina que requiere muchísimos talentos y conocimientos para los que ni serviría ni estoy preparado. La democracia se puede desmoronar, pero no el Derecho y la confianza en la justicia y ello, causa o no de lo anterior, también (al menos en algunos) se tambalea. Podrán decirme que al final se ha hecho justicia, pero no quiero pensar lo que es vivir seis años con la incertidumbre y la desgracia de haber tenido que matar a un congénere. Totalmente repugnante, Pau Rigo sufrió una situación que debemos erradicar y que recientemente se ha repetido afectando a un octogenario en una calle muy céntrica de Inca. Los tiempos modernos dejan claro que no funciona el orden al que sirve el derecho y tan largo procedimiento agrava mucho más esta sensación de impunidad y falta de todo respeto a los más débiles que, además, genera una mayor confusión y miedo. Siempre hay una lección tras aquello que es doloroso; sucesos tan dramáticos deben movernos a la reflexión y propiciar los cambios que mejoren el sistema. No debemos tener miedo ni dudar de quién es la víctima (como tampoco qué intereses, derechos y bienes deben proteger nuestras leyes). De no conseguirlo siempre nos quedará la solidez y el discurso de los grandes juristas.
Justicia, alarma social y miedo
Juan Franch | Palma |