La semana pasada, las calles de Paiporta se convirtieron en un plebiscito improvisado. Por una vez se escuchó la voz del pueblo fuera de unos comicios. Fueron momentos de zozobra. Por un instante pensé que la situación podía conducir a un magnicidio, entonces me acordé de que algaradas similares habían provocado revueltas que habían conducido a revoluciones. Hay gestos que hablan por sí solos. Las interpretaciones, lecturas y justificaciones posteriores sobran cuando las imágenes se imponen. Aquello de que una imagen vale más que mil palabras, en Paiporta fue la prueba fehaciente del descontento popular. Un pueblo encrespado había salido a la calle para manifestar su rechazo a los mismos políticos a los que habían elegido para que los representaran.
Aquel día, las imágenes produjeron sensaciones contrapuestas. Así, mientras unos se entristecían viendo huir al presidente del Gobierno de España, otros se emocionaban viendo al ciudadano Borbón pidiendo calma en medio del tumulto. Mientras el inquilino de La Moncloa se protegía en un coche blindado, el usufructuario de La Zarzuela se paraba a hablar con la multitud agresiva. Mientras el político se limpiaba el barro de la suela de sus zapatos, el monarca se manchaba la cara con el fango del suelo. Mientras el elegido por el pueblo se alejaba del problema, el heredero se acercaba a hablar con ese mismo pueblo. Podíamos seguir con las imágenes de la reina consorte, el presidente valenciano y el resto de las autoridades que iban a hacerse la foto. Aunque no ha faltado quien ha dicho que la visita fue un error yo estoy convencido de que fue un éxito. A mí, por ejemplo, aquellas imágenes me parecieron muy elocuentes. Me dieron mucho que pensar. De hecho, gracias a Pedro Sánchez, hoy me siento mucho más monárquico. Las imágenes no dejan dudas.