Es necesario esconderse en un paraíso artificial para aguantar todo esto. Los hay que se desconectan de la vida real y se someten a una maratón de series de Netflix, se dejan los párpados en sagas de libros que acumulan miles de páginas, se les secan las retinas viendo videos de TikTok. O se encierran en el gimnasio. No les critico: yo también necesito huir. No se puede con el peso de la vida, de lo que pasa a nuestro alrededor y más allá de nuestras fronteras. A veces una necesita ser como esos niños que son desactivados con una tablet, a los que les han enchufado vídeos de Youtube y unos cascos para que no molesten en el restaurante. Desactivar al chiquillo para que no moleste, para que no se entere de lo que hay a su alrededor. Ya pueden caer bombas, ya se puede estar desintegrando su barrio, que no pasa nada.
Los paraísos artificiales son el escondrijo de quienes huyen de la realidad por insoportable. Me escondo en los programas de cocina, que son consumidos al filo de la medianoche, o en libros sacados de la biblioteca. Los hay que beben vino, amanecen bailando sin parar o se dedican al punto de cruz con fruición. Es necesario un plan de escapada para soportar la Isla. Esconderse en casa y no encontrarse con un antiguo amigo que te diga «las cosas no van bien». Es mejor taparse los oídos y así no escuchar como la mejor amiga de tu hija no va a ir al viaje de fin de curso porque es caro. Girar la cara cuando en el supermercado ponen la comida al 50 por ciento porque le quedan dos días para su caducidad: la gente se lanza a por las bandejas. Es mejor no saber, vivir en un paraíso artificial en el que todo va bien.