Si evocamos que todo lo que viene pasando en España: cambios del Código Penal para suprimir delitos como la sedición o rebajar las penas por malversación o la aprobación de leyes abiertamente contrarias a la Constitución, caso de la Amnistía, por no hablar de lo supone pactar con los separatistas catalanes un cupo que les permitirá disponer de la llave de la Hacienda Pública en Cataluña cediendo a la Generalidad la recaudación de todos los impuestos que se generan en aquél territorio, concluiríamos que todo se debe a la ambición de un solo hombre, un político escaso de escrúpulos democráticos que hace unos años habiendo perdido las elecciones –en 2016 las ganó el PP– urdió una trama de pactos con una miríada de partidos minoritarios, algunos declaradamente contrarios al sistema, que desembocó en la moción de censura que el 1 de junio de 2018 tumbó a Mariano Rajoy.
A diferencia de lo que hizo Felipe González en 1996, cuando el PSOE fue derrotado por el PP liderado por José María Aznar y renunció a tejer nuevas alianzas con los nacionalistas catalanes. Felipe habló entonces de la «dulce derrota» porque el resultado había sido ajustado. Podía haber intentado pactar con Jordi Pujol, como lo hizo posteriormente Aznar, pero renunció. Era reconocer que había perdido las elecciones.
Nada que ver con la actitud de Pedro Sánchez. Perdedor en las urnas pero incapaz de reconocerlo. Su ambición se retrata en cada una de las exigencias de los separatistas a las que tanto él como el PSOE han cedido a cambio de su apoyo parlamentario para seguir en el poder. Cuando se vaya nos parecerá haber tenido un mal sueño. Una pesadilla.