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Reconciliación

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El domingo pasado me reconcilié con el cine. Con el que se hace ahora, claro. En una jornada familiar redonda combinamos el almuerzo en Can Toni Moreno, el paseo por la costa de Ponent y –al fin– sesión dominical cinematográfica. Elegimos la película El Conde de Montecristo y fue como volver a los tiempos dorados de mi juventud, cuando un film podía trasladarme de la medianía cotidiana a un mundo de fantasía, aventuras y glamour.

La verdad es que tenía mis recelos. Después de ver cómo el cine recreaba la figura de la reina Carlota de Inglaterra con una actriz protagonista de color, uno puede esperarse cualquier cosa. A lo mejor –pensé– los guionistas de esa nueva versión de la novela de Alejandro Dumas habrán convertido a Edmundo Dantés en un refugiado subsahariano y al abate Faria en el arrojado director de una oenegé encarcelado por un dictador argentino de extrema derecha. Afortunadamente, mis recelos eran infundados. En la película francesa más cara de este año –casi 43 millones de presupuesto– todo el mundo es quien debe ser y está donde se le espera. Los actores –hasta ahora desconocidos para mi, tengo que confesarlo– se sitúan a un nivel que nada tiene que envidiar al de los grandes mitos del cine clásico. La ambientación y puesta en escena resultan fastuosas. La utilización de interiores auténticos, impecablemente retocados por ordenador, nos traslada a escenarios de ensueño, principalmente los que muestran la residencia del liberado Dantes, desde la que urde su venganza contra quienes le hundieron en un agujero del castillo de Iff y le robaron a su amada Mercedes. Son tres horas menos dos minutos de película y se me hicieron cortos. Durante este tiempo escapé de la cutrez del siglo XXI para sumergirme en el fascinante mundo de Dumas. La historia –con un final cambiado respecto a la novela original– propicia también una reflexión sobre la validez de la venganza y el poder redentor del perdón. Un buen tema para la sobremesa en familia.

Desde 2020 solo dos veces he levantado mis respetables posaderas del sofá para acudir a una sala de proyecciones, pero si el cine vuelve la vista atrás y nos ofrece historias como esa, puede que aun sea capaz de superar la modorra, recuperando la tradición de la pantalla grande. Sin palomitas, por supuesto, que eso me parece también una vulgaridad que rompe con el encanto de la historia que te cuentan las imágenes en una pantalla.

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