Que la sabiduría y el conocimiento se esconde en los libros lo sabemos todos. No en cualquier libro, desde luego. Hay que saber buscar y escoger a los autores adecuados. Cosa que ya parece pertenecer a un pasado remoto. La mayoría de las personas de mi generación –nacidos en los 60 y 70– nutren su fondo de datos a base de películas, novelas y series de televisión. Los que pertenecen a generaciones más jóvenes lo hacen ya basándose en vídeos de TikTok. Si siempre ha sido complicado formarse, ahora es un despropósito. Porque ¿quién filtra los contenidos? Cualquiera puede hoy escribir y publicar un libro. No hablemos de las redes sociales, son un campo abierto. Y eso está muy bien cuando se trata de entretenimiento, pero constituye un enorme peligro si hablamos de datos, historia, ideología, ciencia… de la verdad. Esa que ahora es líquida y se moldea al gusto de cada cual. Hace un año visité Canadá y asumo que apenas sabía nada de ese país. Por eso me sorprendió descubrir en su capital el grandioso monumento a los caídos, la clásica Tumba del Soldado Desconocido que se ve a menudo en ciudades de Estados Unidos, Francia y Reino Unido. ¿Por qué muchos ignoramos la participación canadiense en las grandes contiendas internacionales? Porque no han hecho películas. Nadie tiene en mente a un joven canadiense cuando se imagina al héroe que da su vida por defender la democracia en la II Guerra Mundial. Ese héroe es siempre yanqui. Porque los estadounidenses llevan ochenta años contándonos sus guerras y convirtiendo esas películas en enormes éxitos de taquilla. Y ahí está el riesgo. En que la historia nos la cuente un cineasta, que es alguien que se dedica al entretenimiento, no un historiador.
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