Como lo canta Josele, algo debe haber de cierto: «Pensar no te lleva a ná». La experiencia muestra que la actividad tiene más prestigio que utilidad. Mandar a un chaval al rincón de pensar es el eufemismo que lo demuestra. El crío no iba a pensar en nada, al menos útil, al margen de en los ascentros de quien ordenó el castigo para mal. Le dice alguien a su pareja que tiene que pensar en lo suyo y el desastre se intuye. No habrá reflexión alguna más allá que el que te den puerta si puedo. Los biógrafos de Adolfo Suárez relatan que cuando el expresidente del Gobierno estaba agobiado de los suyos, lo que debía ser cada día a cada hora, se retiraba a su despacho en La Moncloa. Allí tenía un globo terráqueo y Suárez, según cuentan unos cuantos, pasaba los ratos contemplándolo. Y pensaba, claro. Al parecer ideaba fórmulas para solucionar grandes problemas internacionales, con particular atención a Oriente Próximo. Basta pensar en la actualidad para constatar lo vanos de aquellos esfuerzos que tampoco se pusieron en práctica jamás.
Cosa conocida, Felipe González se aficionó a los bonsáis como terapia contra la tensión en sus años de presidencia. Queda una cosa exótica y no hacía daño a nadie, quizá salvo a quienes tuvieran que escuchar historias de árboles chiquititos. Pedro Sánchez se fue a pensar cinco días y, en efecto, pensar no sirve de nada. Al salir de su retiro narró que su intención es intentar arreglar la democracia, lo que es incluso más ambicioso que lo que ideaba Suárez con su globo terráqueo y más plomizo que González son sus arbolitos. Parece la democracia un seiscientos que necesita un cambio de motor cuando en realidad es un medio para que los ciudadanos vivan mejor. De esa reflexión ha salido una receta para problemas reales pero no inmediatos para cualquiera. Si hubiera salido pensando en vivienda, no habría que pensar que Josele presidente.