C ontundente, Mario Draghi, expresidente del Banco Central Europeo y ex primer ministro italiano, se revolvió, resolutivo, en una dirección que algunos economistas consideran heterodoxa (en particular, los del mainstream germánico): los retos de Europa, concretados en la transición energética, la lucha contra el cambio climático y los envites derivados de la digitalización y el envejecimiento de la población, necesitarán más inversiones públicas y, quizás, más inflación. Y bajadas de tipos de interés. De alguna manera, Draghi advierte de que cabe ser muy cauteloso a la hora de anunciar las recetas de siempre, que emanan de los llamados países frugales del norte europeo. Austeridad, control severo del déficit, reducción drástica de la deuda: trípode que se reveló nefasto al aplicarle el ungüento a la maltrecha economía europea, con la Gran Recesión.
La tesis del italiano enlaza con posicionamientos de otros economistas que provienen de la ortodoxia. Pero que observan cómo ésta no va a dar resultados, a tenor de los estudios de caso de historia económica. Me refiero, en concreto, a dos pesos pesados: Angus Deaton, premio Nobel de Economía; y Olivier Blanchard, eminente catedrático en Harvard y el MIT. No estamos ante economistas radicales, izquierdosos, heterodoxos: hablamos de apellidos de gran prestigio en la economía. ¿Y qué están diciendo? Pues algo muy parecido a lo que señala Draghi. Y, sin negar la relevancia de la deuda pública, la relativizan en un sentido: adoptar medidas draconianas para reducir los déficits estructurales de las economías europeas, cuando éstas, en general –con excepciones, como puede ser el caso de España, reconocido por todas las instituciones económicas– tienen crecimientos más débiles, puede acelerar y profundizar un estancamiento. Blanchard, en una reciente entrevista en Le Monde el pasado 5 de abril, ha afirmado, sin tapujos, que hay que «apoyar más a la economía, incluso si esto implica un déficit mayor en el tiempo». Por ende: más deuda. Cosas veredes.
No hay, aquí, más ideología que la de los datos. Los que emanan del FMI, Eurostat, Banco Mundial o BCE. Pongamos la lupa en España. Veamos. En 2020, el déficit superó el 10 % del PIB por la caída de la actividad. En 2021 la ratio deuda/PIB se elevó a más del 120 %. En 2023, cifras de cierre del año: déficit del 3,6 % y 108 % de deuda pública sobre PIB (los datos: Banco de España). Casi siete puntos menos de déficit y doce menos de deuda: en un escenario contractivo. Pero con una munición de combate: la incentivación de las inversiones, de las ayudas, de las subvenciones y el engrase de tipos de interés más bajos (hasta el 2022). El contraste con lo acaecido durante la crisis financiera de 2008 no admite réplica: Europa erró en su diagnóstico y aplicó dolorosas cataplasmas a la sociedad y la economía, a costa de una tardía recuperación.
Ahora, al volverse a comentar que nos podemos encontrar en un nuevo balanceo del péndulo, que economistas muy consolidados, nada sospechosos de un bolivarianismo acendrado, digan y escriban lo que dicen y escriben, debería dar que pensar a muchos expertos en el mundo económico.