Tan cierto como que Pedro Sánchez se plegará a los designios del independentismo catalán, y si quieren referéndum habrá autodeterminación, es que el Govern de Marga Prohens aceptará las imposiciones de Vox contra el catalán de Balears. Al igual que el objetivo de las comisiones de investigación parlamentaria es perjudicar al oponente y esclarecer la verdad es solo una frase hecha, la supuesta defensa de la libertad lingüística de Vox es el arma de destrucción del catalán de Balears.
A propuesta de los ultraconservadores, la Administración pública de las Islas lleva camino de convertirse en la primera organización oficial en la que para optar a un puesto de trabajo no sea necesario conocer el idioma propio de la comunidad, salvo en determinados casos en los que el catalán de Balears sí será una exigencia. El anuncio de Vox, exhalando orgullo y satisfacción, en el sentido de que el catalán dejará de ser un requisito para el funcionariado de Balears, ha sido matizado por el PP señalando que tal acuerdo no está cerrado, sin que, sin embargo, el partido alfa de la derecha haya enfriado el entusiasmo de los radicales. El monolingüismo de Vox es cualquier cosa menos cordial, como quiere caracterizar el PP su propia política idiomática. Su fundamento es el de la fobia insuperable al catalán de Balears, una obsesión compulsiva de la que el PP no puede convertirse en cómplice. La presidenta Marga Prohens insiste en que «no me encontrarán en la confrontación lingüística». Tal vez fuera necesaria esa confrontación para impedir que Vox siga yendo más allá de la representación electoral real que tiene.
Es innegable que una parte del electorado del PP comparte y aplaude las tesis de la ultraderecha en relación con el catalán. Pero también es evidente que en otro segmento probablemente sustancial de su electorado dominan las consideraciones opuestas a Vox y tiene un mayor peso el apego a la lengua y la cultura de Balears. Conformar a los primeros supone ahuyentar al resto y la experiencia demuestra que es sinónimo de derrota electoral. Debería, pues, ir con mucho cuidado el PP con los progresos de Vox. La presidenta Prohens parece confiar en que el tiempo, y las convocatorias a urnas, diluyan al partido de Abascal como un grumo de sal en agua, tal que ya ha sucedido con los partidos que pretendieron conformar una nueva política al margen del bipartidismo instalado desde la Transición. Pero mientras espera, los extremistas de derecha pueden dejar el solar arrasado. La alta salinidad del suelo puede reducir el crecimiento y el rendimiento de los cultivos, un axioma agrario perfectamente trasladable a la política.
Los reglamentos municipales en los ayuntamientos en los que Vox tiene influencia tienden al retroceso del catalán de Balears como lengua de uso habitual. El último ha sido Calvià (alcalde del PP) donde, alterando la norma que regía desde 1988, las comunicaciones oficiales castellanizan hasta la toponimia, traduciendo al castellano los nombre de los núcleos del municipio. En las comunicaciones oficiales Santa Ponça es Santa Ponsa y Peguera, Paguera. La guinda, la celebración de Saint George, guiño a la comunidad inglesa, unos días después de Sant Jordi, para ser «más cosmopolitas». O más bobos. ¿Qué será lo próximo, «Portales viejos»?