Hay personas que pretenden cambiar el mundo, aunque son incapaces de cambiar sus mundos pequeños e inmediatos. Me explico: algunos se pasan la vida diciendo que tenemos que construir un mundo. Sin embargo, sus propias casas son un auténtico caos.
Entonces me pregunto: ¿quién puede transformar la complejidad del mundo si ni siquiera es capaz de ordenar su habitación? Hablemos de la adolescencia, esa época tan apasionante y terrible a la vez. Una gran cantidad de dormitorios de adolescentes parecen sufrir el síndrome de Diógenes. Cuesta abrirse paso entre montones de ropa sucia, libros de texto, maquillaje y papeles. Hay cajas llenas de abalorios desordenados o peluches que son restos de una infancia que no se quiere abandonar del todo, a pesar de que se reivindique a todas horas la madurez. Algunos científicos aseguran que nuestros espacios son un reflejo de nosotros mismos. Si vivimos cómodos en la suciedad y el desorden, difícilmente nos molestarán la basura, los grafitis espantosos o el abandono de los espacios públicos. Estoy de acuerdo. Si quieres mejorar lo grande, comienza por mejorar lo pequeño. Si proclamas que hay que salvar el entorno, dedícate antes a poner orden en el tuyo propio.
Muchos no han descubierto el placer del orden. La placidez que nos invade al abrir un cajón de casa y ver que no es un cementerio de objetos absurdos. La serenidad que puede acompañarnos al abrir la puerta, tras un día ajetreado, y ver nuestra casa ordenada. Los más exigentes en cuestiones estéticas añadiríamos que cada mueble, cuadro y objeto bellos crea entornos más gratos.
Nuestros lugares son siempre el reflejo de nuestras vidas. Vamos dejando huella en el espacio que ocupamos, porque conserva el rastro de toda una existencia: los recuerdos de los viajes que hicimos, los muebles que nos enamoraron, las pinturas que cuelgan de las paredes, los libros que nos acompañan, los adornos y las flores. Me encantan las casas luminosas y llenas de flores porque me ayudan a imaginar las sensibilidades de quienes viven en ellas.