Hace unas semanas, al término del partido de fútbol entre el Girona y la Real Sociedad, el defensa Blindt del equipo gerundense se dirigió al árbitro de manera educada preguntándole porque solo había dado 2 minutos de tiempo extra tras una incidencia. Las imágenes eran muy claras. El árbitro no contestó y ante la insistencia del jugador, siempre educado, le sacó la tarjeta amarilla.
La semana pasada, el árbitro González Fuertes, indigno de la Primera División española, después de dar todo un recital de mal arbitraje, al término del partido entre el Mallorca y la Real Sociedad, expulsó a un jugador del Mallorca Van der Heyden, según el acta «por dirigirse a mí en los siguientes términos: muy mal, muy mal». No dice «en tono insultante» o «despectivo». No. El jugador sólo opinó, no insultó ni faltó al respeto. Pues le han caído ¡dos partidos de sanción!
En España, dele usted un uniforme, una gorra o un silbato a alguien y ya le ha convertido en un jefe autoritario capaz de tomar decisiones arbitrarias solo para mostrar que la autoridad no se discute. En el fútbol, estadísticamente, se castiga más la protesta que el juego sucio. ¿Cómo respetar a un árbitro que escribe en el acta «proferir escupitajos»? Incalificable el espectador de los escupitajos, pero si los hubiera «proferido» en vez de lanzarlos, no habría pasado nada.
En nuestro país se soporta muy mal el ejercicio de la autoridad, pero en el mundo del fútbol el estamento arbitral ejerce un autoritarismo que en ocasiones raya en el menosprecio hacia jugadores y público.
Me pregunto si este implacable ejercicio de la autoridad que no admite réplica es un resto fosilizado del sentido de la autoridad impuesto durante el franquismo. Discrepar e insultar no son iguales, pero en un régimen totalitario era lo mismo discrepar que protestar si se manifestaba públicamente. Fíjense si hilaban fino entonces que cuando apareció en la Primera División un árbitro que se llamaba Franco, impusieron que se escribiera siempre el segundo apellido, Martínez, (y así con todos hasta hoy) para evitar que el público gritase «Franco ca***n».
«Usted no sabe con quien está hablando», «esto es así porque lo digo yo» son frases habituales en nuestro entorno para hacer valer que la autoridad es más importante que la justicia. Ante ello, el perjudicado no puede hacer nada, se queda inerme para hacer valer sus derechos.
Para evitar arbitrariedades y sanciones injustas, el fútbol podría imitar al rugby. Solo los capitanes pueden dirigirse al árbitro hablando con mutuo respeto. Nos ahorraríamos muchas tarjetas.
Cuando era niño, en el colegio, el padre Espinal corregía a los alumnos y de repente decía «¿protesta?, póngale un cero». No más ceros, por favor.