En cualquier lugar del mundo los largos paseos, llegada una edad, son saludables. Incluso necesarios. Pero en la Rusia del zar Vladimir Putin son tan peligrosos que acaban en misteriosos fallecimientos. Sobre todo si el caminante es un opositor al régimen, como el pobre Alexéi Navalni, que vegetaba en una remota prisión de Yamalo-Nenets, en el Ártico, y de la noche a la mañana le dejaron salir para dar un paseo. Intuimos que el político debió comprender al instante que su suerte estaba echada, como le ocurrió antes al exespía Alexander Litvinenko, que en Londres sufrió un repentino empacho de polonio, un material radioactivo del que son muy forofos los agentes del antiguo KGB. El año pasado, sin ir más lejos, Yevgueni Prigozhin fue otro de los rivales de Putin que se esfumó misteriosamente, en un desgraciado «accidente» de aviación. Semanas antes, el antiguo chef había echado un pulso al amo del Kremlin y amagó con un golpe de Estado. El problema es que se quedó a medias, y con Putin si fallas no hay margen de maniobra. Te desmayas durante un paseo, te intoxicas con dosis nucleares o tu avión se cae. Cosas que pasan habitualmente.
El azar, que es caprichoso. Pero los jueguecitos de Putin no son nuevos. En 2006 celebró su 54 cumpleaños de la mejor manera posible: con el asesinato de la periodista Anna Politkónskaya, que había osado escribir contra él. Idéntica suerte corrieron tres años después el abogado Stanislav Markélov y la reportera Anastasia Babúrova, tiroteados en Moscú por no ser dóciles con el régimen. Si Stalin levantara la cabeza, exclamaría: «Bravo, Vladimir, yo no lo habría hecho mejor».