Recuerdo que ya en el instituto había compañeros que se afiliaban a las juventudes socialistas y más tarde, en los primeros años universitarios, conocí a quienes fichaban por el PNV. A mí aquellos chavales y chavalas me daban entre grima y pena, porque pensaba que era ridículo adherirse a un partido político institucional a tan temprana edad, cuando uno debe creer en revoluciones y utopías. Pero estos eran más listos, infinitamente más. Uno de esa cuerda es José Blanco, Pepiño, el típico que como no vale para nada se mete en política. Lo hizo a los dieciséis años, listísimo él. Y ahí sigue, aunque por otros vericuetos. Ahora ha vuelto a la primera línea informativa por el tejemaneje del exministro Alberto Garzón –qué desilusión, este parecía cabal– al fichar por el lobby del galleguiño. Y ahí está el quid de esta controvertida cuestión. Cuando uno forma parte del entramado político desde la adolescencia y ha pisado moquetas en Moncloa, Congreso y Senado durante décadas, quedan pocas salidas. Porque tu bagaje profesional es de chichinabo. No sabes hacer nada, aparte de las relaciones institucionales, que en algunos ámbitos se pagan a precio de oro. Te conviertes, pues, en una especie de comisionista, un mafiosillo que pone en contacto a unas personas relevantes con otras que quieren sacar tajada.
Hoy en día todo esto es fundamental si quieres prosperar y ahí es donde Pepiño se estableció al dejar la política. Sin dejarla del todo y de la mano de otros grandes nombres de la política nacional, pero ojo, del Partido Popular. Si al final todo queda en casa. A Garzón le recomendaría que huyese de esta gente como de la peste, que se dedique a lo que sabe hacer. Es economista y comunista, algo mejor y más honesto se le ocurrirá.