En un pueblo francés, Seine-Port, han decidido prohibir los teléfonos móviles en público. Es un sitio pequeño, de 2.000 habitantes y en un referéndum en el que votaron unos 200 decidieron que ya está bien de gente mirando la pantalla en la calle, en las terrazas del bar o en la cola de la panadería a la hora de comprar la baguette. Así que acordaron una restricción dura: multa al canto si un señor está en un banco del parque dándole para arriba y para abajo al terminal. La medida busca recuperar la vida comunitaria y, por supuesto, proteger a los niños. Por ahora, la experiencia marcha con relativa tranquilidad y se ignora si la policía local del municipio está siendo drástica a la hora de imponer el cumplimiento de la ordenanza.
El Ayuntamiento quiere que la gente vuelva a conversar en las calles, a decirse bonjour y que el que se pierda pregunte la dirección en lugar de buscarla en el mapa. Parece que los únicos molestos con la prohibición son los adolescentes locales, aburridos sin remedio en un pueblo francés de 2.000 habitantes. Se esconderán en pajares para dar rienda suelta a la pulsión de conectarse. Es dudoso que la iniciativa se extienda a lo largo de mucho tiempo o que sea replicada por doquier, sobre todo en sitios de más tamaño, aunque no estaría de más evitar el uso en las aceras para no chocar con otros peatones. La medida se antoja propia del pueblo de Amanece, que no es poco, que se ponían a hacer flashback en medio de la plaza. Preocupa el presente. Viene a ser un intento de recuperar una vida perdida, una especie de edén de pequeña localidad francesa en la que todo el mundo dejó de saludarse, no porque ya no se conozcan, que es posible que también, sino porque están mirando el móvil. Merecen ahí una cierta simpatía porque no dejan de reaccionar ante una transformación universal que lo llena todo de actos similares.