La sociedad de cristal en la que vivimos instalados es incapaz de afrontar la realidad y recurre a toda clase de subterfugios argumentales para justificar los más variados atropellos a la libertad y seguridad a que tienen derecho los ciudadanos.
Si, hasta hace unos años, esta enfermedad estaba limitada a la progresía, hoy podemos hablar sin ambages de pandemia transversal que afecta a toda la sociedad, sus gobiernos, los medios de comunicación y hasta a los jueces y fiscales. Naturalmente, la responsabilidad de unos y otros es bien distinta.
El derecho fundamental que padece en primer lugar las consecuencias de esta tontuna colectiva es la libertad de expresión. Nos hemos dotado de instrumentos represivos inimaginables hace solo unas décadas para cercenar la tentación de llamar a las cosas por su nombre. Decir lo que se piensa es tan peligroso hoy en día como en los más oscuros años del franquismo, especialmente si se tocan determinados temas, digamos, sensibles.
Mientras tanto, quienes peinamos canas no damos crédito al incremento exponencial de la violencia en nuestra comunidad y, sobre todo, en Palma en el último decenio.
Abrir cada mañana las páginas de sucesos de Ultima Hora resulta un ejercicio de resistencia a la tentación de enviar este mundo a tomar vientos.
Por una parte, la conversión de nuestro archipiélago en refugio de gente acaudalada de todo el orbe ha conllevado la consiguiente atracción de delincuencia organizada. Pero, a su rebufo, reciben no solo los ricos, sino todos los demás ciudadanos. Los asaltos violentos a viviendas, antaño anecdóticos o ligados a las drogodependencias, son noticia diaria en la prensa. La inmensa mayoría de ellos, protagonizados por mafias extranjeras.
Qué decir del robo de relojes, que cunde cada temporada sin que, hasta la fecha, se haya conseguido frenar su expansión.
Los delitos de violencia sexual, a menudo relacionados con personas provenientes de otros ámbitos culturales, son asimismo el pan nuestro de cada día.
Y, por si le faltaba algo a este cóctel explosivo, les sugiero que cuenten cada semana las veces que pueden leer en estas páginas la expresión «jóvenes argelinos», y no precisamente hablando de su integración.
La estupidez del legislador, la torpeza de Pedro Sánchez al generar una crisis sin precedentes con Argelia, el carácter mafioso del régimen de ese país y la inexplicable blandura de la Fiscalía y los jueces con relación a la multirreincidencia de estos delincuentes juveniles -violentos y desafiantes de todos los valores que supuestamente adornan la sociedad europea- acarrean que hoy campe en Mallorca y Eivissa -en mucha menor medida en Menorca- lo mejor de cada casa. Hacen, literalmente, lo que les da la gana. Y se lo consentimos. A menudo, las absurdas conformidades que se pactan en los juzgados son una afrenta al sentido común.
Camuflar bajo el concepto de «refugiados» a todos cuantos arriban a nuestras costas a bordo de una patera es un ejercicio de ceguera que estamos pagando muy caro. Palma es hoy una ciudad peligrosa, en la que pasear por determinadas zonas céntricas constituye un serio riesgo para la integridad física, sexual o patrimonial.
Y, o jueces y fiscales se ponen manos a la obra, o esto se nos va definitivamente de las manos.