La investidura de Sánchez, cosa de la que uno se alegra, quedará para la historia como un punto de inflexión, no tanto por el cierre de filas de los partidos nacionalistas y de izquierdas para frenar a una derecha cada vez más tridentina y vocinglera como porque esa alianza pueda dar paso, al fin, a un nuevo modelo de Estado. Por primera vez desde el 78 se pudo escuchar en la Cámara, por boca nada menos que del PNV, que quizás la tan manoseada Transición debería haber sido una ruptura. Fue sorprendente. Al mismo lendakari Urkullu le ha faltado tiempo para poner en remojo a la monarquía por sus muchos anacronismos y falta de modernidad.
También quedará, retratándole una vez más para la eternidad, la monumental metedura de pata de Feijóo por citar a Ismael Serrano como si fuera Machado en una finta con la que pretendía gloriosamente ridiculizar a Sánchez y que la bancada del PP, enardecida por la erudición de su líder, aplaudió en pié y a rabiar, mostrándole así al mundo que no son más que una panda de paletos irredentos sin solución de continuidad. Mucha España, mucha Patria, mucha bandera como capa y ni siquiera conocen a las glorias nacionales. Abascal estuvo en lo suyo, en Atapuerca, y la guinda final la puso la de la fruta, conocida en su siglo como Ayuso, otra a la que no le cabía el veneno en el cuerpo y lo expulsó para no tener que someterse a un exorcismo. Tanta ira porque saben que, pese a sus ridículas y encapotadas algaradas, la calle ya no es suya.