A España no la va reconocer ni la madre que la parió. La frase atribuida a Alfonso Guerra lleva camino de convertirse en realidad treinta y siete años después de haber sido pronunciada, bien que en un sentido muy distinto a la intención del entonces vicepresidente socialista del Gobierno de Felipe González. En la campaña electoral de las generales de 1986, Guerra se comprometía a la modernización de España en caso de revalidar victoria, como así fue y por mayoría absoluta.
Hoy, Guerra, González y buena parte de los históricos del socialismo son muy críticos con la deriva de su partido –de hecho algunos antiguos dirigentes, el que fuera primer alcalde de Palma de la democracia, Ramón Aguiló, ya se anticipó, y exministros han roto el carnet–, y con los acuerdos de Pedro Sánchez con los independentistas catalanes, vascos y con la extrema izquierda y demás adheridos. Una entente que conduce a España, o lo que vaya a ser, a que en efecto, no la reconozca ni la madre que la parió. Por respeto a la historia más reciente del PSOE, el partido debería prescindir de sus siglas tradicionales y atenerse a su nueva identidad: el partido de Pedro Sánchez (PS).
Con el exclusivo nexo de impedir la alternancia política, Sánchez ha conseguido reunir los apoyos parlamentarios más dispares para seguir al frente del gobierno. Continuará en La Moncloa, pero no gobernará. Las decisiones se tomarán en Waterloo y luego, tras el regreso triunfal de Puigdemont a Barcelona, el centro de resolución quedará instalado en Catalunya, a pachas o a zurriagazos entre Puigdemont y Junqueras, según evolucionen sus conveniencias.
El sanchismo ha pretendido equiparar la reacción cívica contra la ley de amnistía, concertada en Bélgica con los delincuentes que se van a beneficiar del texto legal, con la investidura presidencial, imbuidos de la necesidad de hacer pedagogía, propaganda en su caso, acerca de sus alianzas. Es otra mentira como las que han jalonado el discurso mediante el que Sánchez ha solicitado el favor del Parlamento. Nada se puede objetar al hecho de haber conseguido el sostén parlamentario para ser presidente; si acaso al cómo, es decir, al precio que se va pagar. La disertación parlamentaria de Sánchez se fundamenta en el mayor de los embustes: no es por España, ni por el interés general. Todo es por Sánchez. No hay más, de ahí que ni se inmute cuando le ponen un espejo frente a sus contradicciones y falacias. Es de traca que reclame a los demás la coherencia que para el presidente es un concepto desconocido. Las cadenas de mensajes en redes sociales recordando los contundentes pronunciamientos de Sánchez y sus ministros contra la amnistía y el referéndum en Catalunya, son demoledoras. Hay que ser muy sanchista, o muy abyecto, para que no se te caiga la cara de vergüenza cuando incluso aplaudes con entusiasmo tus propios renuncios.
Pero los radicales, según el sanchismo, son jueces, abogados, fiscales, altos funcionarios del Estado, empresarios y cientos de miles de ciudadanos. El sanchismo ha conseguido incluso desvirtuar el sentido de los tres monos sabios: en el origen de la tradición japonesa, no ver, no oír, no decir… el Mal. La militancia lanar del sanchismo ni ve, ni oye, ni dice más allá de las órdenes del caudillo, aunque sea el mal.