Los estados son cada vez más elefantiásicos –y no digamos si añadimos a todos los organismos supranacionales que sostenemos sobre nuestros hombros– y, como hidras de siete cabezas, descontroladas y hambrientas, necesitan miles de millones de euros para subsistir. Por eso afilan la imaginación y pinchan a sus asesores con tal de concebir nuevas maneras de tener más dinero. Son insaciables. Alemania ha dado un paso adelante que, seguramente, veremos imitar a otros países deseosos de llenar las arcas públicas con dinerito fresco. Quizá a los alemanes les parezca que todo vale, a mí no. La idea es legalizar el consumo y la comercialización del cannabis para pillar su trozo de la inmensa tarta en forma de impuestos.
Cuando se hizo pública esta propuesta, hubo por parte de algunos una auténtica explosión de alegría y de cuentos de la lechera. Ahora se ha desinflado un poco todo. Aún así, el Gobierno germano estima sacarles a los yonquis 4.700 millones de euros al año. Casi nada. Pondrá, eso sí, algunos límites a ese frenesí porrero, para hacer como que le importa la salud de los alemanes. Es cierto que si ya es legal y proporciona pingües beneficios el negocio del alcohol y del tabaco –las grandes drogas legales–, se podría pensar que legalizar los porros es el siguiente paso natural.
Yo encuentro que no, más bien todo lo contrario. El paso lógico en una sociedad que aspira a ser saludable, física y mentalmente, sería prohibir el tabaco y el alcohol, pero eso es tan impopular que nadie se siente tan fuerte como para lidiar con ello. Mucho mejor ver cómo generaciones de ciudadanos se emborrachan y drogan a diario y destrozan su salud. Ya lidiarán con las consecuencias los que vengan detrás, que mientras yo me lleno los bolsillos.