Hace unos días vi una entrevista con uno de esos defensores de la Agenda 2030 que animaba a la población a abandonar el consumo de carne y aseguraba que para esa fecha lo más probable es que todos nos hayamos rendido a las delicias de los insectos dejando a las vacas tan en paz como hacen ahora los hinduistas. Pero no por creencias religiosas ni por deseo propio, claro, eso es difícil de creer, sino porque ya se encargarían los poderosos de inyectar a la carne determinadas sustancias que provoquen molestias intestinales a quien la consume. Con ese sutil refuerzo, la mayoría de nosotros dejará de comer carne para no padecer después las consecuencias.
La idea me ha venido a la mente después de comprobar a qué precio va la gasolina y he pensado que, ya que la apuesta decidida de tantas empresas por el coche eléctrico ha fracasado –más que nada por lo carísimos que son, su todavía corta autonomía y la escasez de cargadores–, quizá los gobiernos comprometidos con la dichosa Agenda hayan seguido esa misma regla de tres para que abandonemos el coche: subir el precio de los carburantes hasta asfixiarnos. No es una mala táctica. Ha funcionado toda la vida. Lo malo es que se preocupan mucho de prohibirnos cosas –o darnos el empujoncito para que nosotros mismos tomemos la decisión–, pero no se esfuerzan lo suficiente en crear alternativas viables y atractivas. Es fácil darse cuenta de dónde está el problema. Cualquiera de estos políticos de traje, corbata y coche climatizado con chófer debería intentar hacer en transporte público la ruta completa desde cualquier barrio hasta cualquier otro a diario para estar puntualmente a las ocho de la mañana en el puesto de trabajo. Luego me cuentan.