Igual que a Woody Allen, o al personaje que interpretaba en Misterioso asesinato en Manhattan, le entraban ganas de invadir Polonia cada vez que escuchaba a Wagner, caigo en la cuenta, cuando leo crónicas de partidos de fútbol, de que son lo más parecido a unas crónicas sobre la guerra de Troya, y de que quienes las escriben no tienen nada que envidiar al Homero (que igual fue una mujer) de la Ilíada y la Odisea. Son pura literatura. De tanto en tanto, en casos excepcionales, empiezo a leer los periódicos por las páginas de Deportes ya que la principal, o única, noticia de portada remite allí. Suelen ser titulares de una línea, de esos que dejan blancos idénticos a izquierda y derecha (centrados, en el argot periodístico) y que te acompañan el resto del día.
Ejemplo, los del lunes sobre la final de la Copa del Mundo entre las selecciones femeninas de España y de Inglaterra. Todo lo que ocurre siempre en ese tipo de partidos se envuelve en un rosario de adjetivos que no empalagan nunca. Todo es épico y todo lo que se describe supone un cambio de la historia. Ya puede ser la crónica de un partido de la final de un mundial, la de un partido en el que se decide si un equipo cambia de categoría (y si pasa de segunda a primera o sale de una liga regional) o la de uno de esos que «enfrentan a equipos de la máxima rivalidad».
Todo es épico, todo es fruto del esfuerzo colectivo pero eso no impide (sino todo lo contrario) que se detallen heroicidades individuales. Después del domingo, las de mujeres con nombre y apellidos que sumarán su hazaña a otra historia universal: la de la historia por el reconocimiento de la igualdad. A cada paso de una mujer (eso sucede en todos los ámbitos y sirva esta licencia en la adjetivación, tan propia de las crónicas de los partidos de fútbol), un hombre sale de escena o se comporta como un perfecto imbécil. Tampoco esta vez podía ser de otra manera.