Yo no estoy nada seguro de que el periodismo sea capaz de determinar cómo pensamos. Ni el periodismo, ni las redes sociales. Si su poder fuera tan descomunal como el que algunos le atribuyen incorrectamente, a la muerte de Franco, tras cuarenta años de férreo control mediático, no debería haber ni un español demócrata, cosa que evidentemente no ocurría. Sin salir de Baleares, IB3 se especializa en conseguir que los políticos que patrocina pierdan las elecciones, pese a que durante sus mandatos son presentados como perfectos.
No, no creo que el periodismo determine cómo pensamos. Pero sí estoy convencido de que tiene un enorme poder para decidir sobre qué pensamos. Digamos que marca nuestras agendas. Que las construye. Es como un chorro de luz en la oscuridad: hacia donde apunta, allí miramos. Lo demás existe, pero está oscuro, no le prestamos atención.
Esta interpretación del poder del sistema de medios a la que me adhiero, siempre con el escepticismo imprescindible en estos asuntos, fue postulada por McCombs y Shaw, dos americanos que afirmaron que los medios ponen luz en ciertos asuntos, sobre los que pensamos lo que nos parece, y dejan de lado otros, que pasan desapercibidos. Quien en los setenta decía ‘periodismo' hoy puede añadir redes sociales, que funcionan con las mismas normas, incluso exacerbadas: máxima atención a unos pocos, poquísimos temas; indiferencia casi absoluta por otros asuntos, relegados en la lista de preferencias.
He aquí la profunda manipulación estructural de la esfera pública: poner luz, hacer pensar, instar al debate selectivamente. Esta es la disfunción más seria de las democracias occidentales contemporáneas: lo importante puede quedar oscurecido por lo irrelevante. Los debates pueden ser apasionados, pero si versan sobre cuestiones menores, dan lo mismo. O pueden dar lo mismo.
El conjunto de las narrativas constituye el marco de preocupaciones sociales que no necesariamente refleja lo verdaderamente trascendental sino sólo lo que es objeto de atención. Por poner ejemplos locales:
Parece que el catalán es el asunto importante de la enseñanza cuando lo que realmente debería contar son los conocimientos que adquieren los jóvenes, las armas que les damos para desarrollar sus vidas. Nunca Baleares había estado tan mal; no existe el analfabeto sólo en castellano o en catalán, lo son en todos los idiomas.
Está instalado que con una oficina de atención a la mujer o a los homosexuales resolvemos las injusticias de nuestra sociedad. Sin embargo, cada interacción, cada persona, cada realidad puede tener y tiene agravios, sufrimientos, discriminaciones, consustanciales a la vida. Abrirse paso en el mundo es muy difícil, se hace en una competencia a veces cruel, que toca incontables aspectos inabarcables por los servicios públicos que primordialmente se preocupan de las agendas mediáticas. Si los vulnerables van a esperar al poder público, van apañados.
Esperamos que el dinero público resuelva el problema de la vivienda, de la agricultura, del comercio, de la exclusión, cuando lo único que puede salvarnos es nuestro trabajo. Lo otro, si es que sirve para algo, en el mejor de los casos será efímero.
Hablamos del teatro o el cine subvencionado como si eso fuera cultura, cuando el verdadero indicador es la falta de lectura, la ausencia de inquietudes, el bajo o nulo consumo de productos artísticos. Las subvenciones acallan a los muertos de hambre cercanos al poder pero no nos dan cultura. Todos sabemos diferenciar un pueblo culto de uno ignorante y eso no lo marcan las ayudas públicas.
Con la selección interesada de temas se construyen agendas que Antonio Gramsci hubiera llamado ‘hegemonía', o sea el planteamiento dominante. Es hegemónico en Baleares decir que España nos mata, que Europa es buena, que los inmigrantes son buenos, que los baleares somos serios, que los empresarios son malos, que los inquilinos son buenos, que el estado no se equivoca. Hegemónico quiere decir que son verdades presentadas más allá del debate. Son fundamentos, pilares, que han de ser aceptados.
Y son narrativas tan poderosas porque no se explicitan sino que se presentan como hechas, como contextuales. Es como hablar de una enfermedad con un médico: damos por hecho que la decisión será suya; como cuando los profesores dicen algo, como cuando un periodista...
Nunca saldremos de esta mediocridad si la población no comprende que hay que romper las agendas prehechas, controladas, interesadas, sesgadas. Hemos de pensar libremente sobre lo que queramos pensar, no sólo sobre lo que los medios, los agentes poderosos, las redes, el periodismo o la política quieren que pensemos. Porque