Silvio Berlusconi siempre iba a lo grande. Eso lo pude comprobar de manera circunstancial en julio de 2007, en Nápoles. En la inmensa plaza del Plebiscito se había instalado un escenario. Al atardecer, empezó a actuar una big-band americana formada por una veintena de músicos. La orquesta marcaba un trepidante ritmo de swing, mientras decenas de personas hacían ondear banderas italianas, americanas y del partido Força Italia. A unos 300 metros, los curiosos se agolpaban a las puertas del Grand Hotel Vesuvio cuando llegaron limousinas negras. De ahí salieron hombres y mujeres de unos 35 años, todos altos y apuestos, que vestían trajes oscuros muy bien tallados. A paso decidido, unos se apoderaron del vestíbulo del hotel, y otros tomaron escaleras para arriba. Fue un despliegue en toda regla. Poco después apareció Berlusconi, ilCavaliere, en un Mercedes. Sonriente, elegante, saludó a sus admiradores. Al oscurecer, todo el séquito se trasladó a la plaza. Además de la big-band, habían actuado las principales figuras de la canción napolitana. Berlusconi habló y fue ovacionado por la multitud. Al año siguiente ganó las elecciones y fue nombrado primer ministro por tercera vez. Grandes éxitos y sonados escándalos cercanos a la cárcel jalonan la carrera de este recién fallecido magnate que se metió en política con genio y a lo grande, como todo en él. Y esto es algo que no se ve en España. Aquí, ningún millonario quiere salvar la patria. Nadie contrata big-bands ni exhibe séquitos con glamour. Nuestro nivel político abarca de Suárez a Sánchez pasando por ZP. Y de todos ellos, el que más fue, fue funcionario.
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