Cuando a un palmesano se le rompe la cerradura de su casa en la noche de un viernes, de vuelta al hogar, tiene tres posibles opciones para intentar solucionar ese inesperado contratiempo: llamar a los bomberos, contactar con un cerrajero de guardia o irse a dormir a un hotel del centro o de la Playa de Palma. Puedo dar fe de ello, pues ese contratiempo fue el que yo padecí en cierta ocasión al inicio de un prometedor fin de semana. Al final, me decanté por la opción del cerrajero, aun intuyendo que tendría que abonar luego una factura de las que, como mínimo, producen un cierto mareo momentáneo. Tras una primera inspección ocular, aquel profesional regresó con dos cajas llenas de utensilios. Allí había de todo, berbiquíes, destornilladores, baterías, punzones y martillos. En fin, como para abrir la cámara acorazada del Banco de España sin demasiada dificultad. Aun así, desde el principio aquel buen hombre ya me advirtió de que la suya no sería una tarea fácil, porque se trataba de quitar una cerradura rota de tipo compuesto y antipalanca.
Instantes después, empezó con su tarea. A pesar de su buena voluntad, tras casi dos horas de esfuerzo la puerta no cedía, las brocas se quebraban, los nervios aumentaban y yo ya no sentía las piernas –como Rambo– de tanto estar de pie, así que en mi desesperación pronuncié entonces silenciosamente las palabras mágicas «Ábrete Sésamo», y la puerta por fin se abrió. Cuando me presentaron la factura, susurré «Abracadabra», para ver si así la cuenta desaparecería, pero esta segunda vez la magia ya no funcionó.