La Comisión Europea acaba de liberar un montón de millones para destinarlos a la salud mental de los europeos. El presidente Pedro Sánchez hizo un anuncio similar hace escasas semanas y lo mismo prometió nuestra líder regional. Conclusión: andamos todos mal de la cabeza. Y sí, es cierto. Todos los días lo constatan en la sanidad pública, donde escasean los profesionales mientras se multiplica la demanda de diagnósticos y tratamientos. Es un tema muy serio, pero un poco cogido por los pies. Que estamos desquiciados es un hecho. Unos más y otros menos, pero en general pocas personas hay completamente equilibradas, satisfechas con su realidad. Y ahí es donde pongo yo la lupa. La vida, tal como la hemos diseñado, no nos gusta. Nos provoca conflictos de todo tipo. Apenas tenemos tiempo libre para disfrutar o, sencillamente, para no hacer nada.
Ese saludable dolce far niente de los italianos que ha pasado al olvido. Se nos exige muchísimo –desde la más tierna infancia– y se nos da muy poco a cambio. Solo gratificaciones materiales y más bien insulsas. Es cierto que ahora tenemos más confort que antaño –móvil, aire acondicionado, coches eficientes, viajes en avión, más cuartos de baño, ropa, zapatos y vacaciones– pero ¿eso nos hace felices? La respuesta es obvia: no. Lo nuestro son problemas de primer mundo, está claro. Pero no dejan de ser problemas. Es una insatisfacción permanente. Es tristeza, angustia, ansiedad. Necesitamos más profesionales para frenar la epidemia, pero ¿no sería más lógico atacar a la raíz, al foco que ha propiciado esta situación? Ah, eso es mucho más difícil que doparnos, cerrar los ojos, mirar para otro lado y seguir adelante, a toda velocidad. Como ciegos directos al precipicio.