Quedo con una amiga para comer en un restaurante del centro. Hace tiempo que no nos encontrábamos: problemas de agenda, dificultades de sincronización, demasiados vaivenes. Tarda en llegar. Mientras me manda mensajes de Whatsapp disculpándose por el retraso, hago un par de llamadas pendientes y reviso mails. Hace tiempo que he convertido el móvil en un ordenador de andar por el mundo.
Cuando aparece, la veo avanzar hacia mi, sofocada, murmurando disculpas. La abrazo y le pregunto:
–«¿Cuántas reuniones has tenido hoy?
–«Mil» –me responde.
Nos entendemos con la mirada. Ella sabe que sé que no miente, que se pasa el día de reunión en reunión, solucionando conflictos. Ocupa un lugar destacado en la dirección de una radio y trabaja mucho. Yo diría que en exceso. De hecho, es la única mujer de la cúpula directiva. El resto son hombres y ninguno trabaja tanto como ella. Es como si mi amiga tuviese la necesidad de demostrarles continuamente su valía, o como si ellos le exigiesen que les cubra las espaldas y las miserias.
Se lo he dicho montones de veces, pero no puedo evitar volver a insistir:
–«No tienes que matarte trabajando».
–«Lo sé –baja la voz–. He empezado a ir a un psicólogo».
–«Y… ¿cómo te va?»
–No sé… me pasé la primera sesión llorando».
Cambio de tema. No quiero insistir más. Entiendo su estrés y esa angustia que le oprime el pecho.
Hablamos de conocidos comunes, de sus gatos, de nuestras hijas, de proyectos personales. Intento que se relaje. Siempre he creído en el poder terapéutico de las palabras.
Sin embargo, las palabras a veces no bastan. Me desconcierta constatarlo. Yo, que siempre he creído en su poder inmenso. De repente me mira y siento que no me ve. Se ha mareado. Una bajada de tensión. Me dice que no se encuentra bien. Le doy Coca Cola. Le remojo el rostro con agua en el lavabo del restaurante. No sirve. Al final, la acompaño a casa. Me pregunto hasta cuándo las mujeres tendremos que vivir así: sin vivir para ser supervivientes.