El mar está sucio, y el cielo, últimamente, más. Uno y otro se reflejan, y entrambos proyectan la visión de un planeta invadido por la mugre. El mar, entre los vertidos tóxicos, los plásticos, las redes de arrastre perdidas que estrangulan a sus criaturas, la proliferación de algas raras, los petroleros, los portacontenedores, los cruceros que parecen barriadas de las afueras, y los hundimientos de naves con toda clase de tósigos abordo, está hecho una pena, pero el cielo va ya pegado, inevitablemente, a su rueda.
En este escenario agónico, terminal, una cosa buena han traído los globos esos que decimos que son chinos por decir algo, pero que son, al parecer, también de los americanos: no contaminan. Los lleva el viento de acá para allá, sin un rumbo muy ajustado porque el viento es muy tornadizo, y lo más guarrete que pueden dejar caer son los restos del misil con el que, de manera harto desproporcionada por cierto, se les derriba.
El mar está hasta arriba de basura, y el cielo también, de basura espacial. Los globos esos de ahora de los que se sospecha que espían en plan barato, ‘low cost', podrán espiar todo lo que quieran, pero no empuercan el firmamento. Todo lo demás que rula por el aire y por el espacio también espía, los drones, las aeronaves, los satélites artificiales, las sondas, las estaciones espaciales, pero, al contrario que los aleves globos, dejan empercudido el campo de las aves y de las estrellas y pueden, eventualmente, rompernos la crisma si les da por caerse.
Todo eso que nos espía desde el cielo, además de ensuciar, cuesta un riñón y un ojo de la cara, las dos cosas, y se agradece que, por ahorrar, los chinos o quien sea hayan tirado de los globos, que, encima, democratizan el espionaje hasta el punto de que cualquiera, hasta un niño, puede hacerse con uno, colocarle un sensor o algo, y ponerse a espiar. Por lo demás, se descarta, contra lo que suponían unos cuantos millones de norteamericanos, que los globos sean cosa de los marcianos.