Está siendo un verano de gestos. Algunos, intrascendentes y sin consecuencias para la generalidad de la población. Como cuando el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, empezó una rueda de prensa haciendo notar que no llevaba corbata. En vez de obviar esa obviedad, que no llevaba corbata –ni chaleco, ni sombrero– el presidente del Gobierno prefirió realzarla para enmarcar (o entrar en materia con ese gesto) lo que, de verdad, quería comunicar: que había que tomar medidas ante la crisis energética por la guerra en Ucrania y sus consecuencias y, de paso, para evitar que el planeta se fuera al garete.
El presidente indicó que había pedido a los ministros y las ministras que tampoco llevaran corbata y que su uso se limitara a lo imprescindible, sin detallar cuándo era imprescindible llevar corbata en el trabajo. Tampoco aludió a actividades como irse a ver al Rey o acudir a una boda, por ejemplo. No hay constancia de que el personal haya iniciado una carrera para no ponerse corbata (un señor bien que vivía en el centro de Palma me contó una vez que «en Mallorca no se lleva corbata en agosto») ni parece probable que genere demasiada imitación más allá de quienes elogiarían cualquier cosa que dijera el presidente; algo solo comparable a quienes criticarían cualquier cosa que dijera.
Diferente fue el gesto de Rosalía en un concierto casi en esos mismos días. Vino a decir que había acudido a trabajar (su trabajo es dar conciertos) con fiebre. Este gesto se puso como ejemplo y hasta fue elogiado sin considerar que podía ser un mal ejemplo. Sobre todo en estos tiempos modernos del teletrabajo y todos esos cambios de protocolo (en los dos casos, corbata y fiebre se está muy pendiente del protocolo) y normativas sobre cómo actuar ante un positivo por COVID. Tanto ante el gesto de la corbata como ante el de la fiebre, habría que apelar a la sensatez. Como norma. Así en general.