No será políticamente correcto, pero sí lo es deportivamente hablando. Me refiero al borrador de la olímpica ley trans que van a aprobar nuestros políticos. Resulta que el hijo de un amigo de toda la vida se siente mujer, mujer deportista. En su infancia formó parte de la selección balear de atletismo, en la adolescencia fue medalla de bronce en triatlón, participó en campeonatos juveniles nacionales de kárate y desde hace unos años dedica su potencial físico a la halterofilia. Es un gran deportista al que solo le ha faltado el oro para alcanzar el summa en las disciplinas que ha practicado. El caso es que desde hace unos meses se siente mujer –mujer deportista, dice ella– y quería luchar por una medalla olímpica en Tokio con la selección española femenina de halterofilia. El anteproyecto de ley genérica por aprobar, no solo se lo va a permitir en el futuro sino que además sostiene que es la mejor fórmula para evitar la frustración de no poder expresar lo que siente que es, desde lo más alto del deporte y sin necesidad de pasar por ningún quirófano interpretativo.
La verdad –qué quieres que te diga– a mí hay algo en toda esta historia que no me encaja. Algo que tiene que ver con esos sentimientos que uno puede sentir a lo largo de su vida. Algo que no logro visualizar nítidamente con mis gafas graduadas. Algo que me lleva a poner en duda un pódium olímpico en competiciones para las que el género es una cuestión de sentimientos. Unos sentimientos que hoy pueden ser de una forma, mañana de otra y pasado mañana como la de hoy. Quizás esa sea la razón por la que el hijo de mi amigo –discípulo deportivo de Laurel Hubbard , la primera atleta transexual olímpica– se ha enfadado por no haber sido elegido para formar parte de la selección española femenina de halterofilia, a la que ahora acusa de halterofobia.