Hace 30 años se casaron Alfonso y Carmen. No fue una boda como otra cualquiera. Ni por supuesto, imaginada por los contrayentes. Ni siquiera en el lugar que habían previsto, La Bonanova, sino en Roma y más concretamente en el Vaticano. Y también con menos asistentes a la misma; nos referimos a invitados. Lo más extraordinario para los contrayentes fue el sacerdote que les casó, que no fue otro que el papa Juan Pablo II. Y ya, por si faltara poco, enterarse de que vivieron todo eso, lo cual no es poco, por haber sido una de las doce parejas elegidas a nivel mundial, cosa que tampoco entendieron cuando les dieron la noticia que eran unos de los escogidos.
¿Entendéis por lo que no fue una boda cualquiera? ¡Ah!, de la misma, dimos cuenta en esta misma página hace tres décadas, concretamente el 16 de abril de 1994, dos meses antes de la boda, y a los pocos días de que el párroco de Sant Sebastià, Melchor Miralles, les comunicara que entre millones de parejas de todo el mundo ellos, junto con otras doce, habían sido los elegidos para ser casados por SS Juan Pablo II.
Ellos no sabían nada
Pues bien, el pasado jueves, treinta años después de la boda, en un evento, nos encontramos con los novios, hoy, felizmente, marido y mujer y padres de un hijo.
A decir verdad, fue ella, Carmen, quien nos reconoció entre el gentío que nos rodeaba. Y es que en periodismo muchas cosas suceden así, que vas a un sitio y te encuentras con quien menos te imaginas, que te relata un hecho en el que participaste, y que a nada que los recuerdas entiendes que puede ser interesante volverlo a contar. Así que, nos pusimos manos a la obra. Nos olvidamos de a lo qué habíamos ido y nos centramos en la pareja.
«En 1994 se celebraba el Año Internacional de la Familia –empieza recordando Carmen–. Según supimos luego, el Papa había decidido casar en Roma a doce parejas llegadas de otros tantos puntos del mundo. Por lo visto, el obispo de Mallorca encomendó al párroco de Sant Sebastià, Miralles, que se encargara de apuntar a todas aquellas parejas que pensaban casarse a partir del 8 de abril de ese año y que desearan probar suerte para ser la elegida. Nosotros no nos apuntamos –asegura–, por lo cual, aquel 14 de abril de 1994, cuando nos avisaron que habíamos sido una de las doce elegidas para que el Papa nos casara, quedamos sorprendidos. Pero, ¿cómo ha sido posible? Si no nos habíamos apuntado, nos preguntamos Alfonso y yo. Fue mi madre, cuando al contárselo, resolvió la duda. Mi madre, mujer muy devota y creyente, al enterarse de que el Papa quería cesar a doce parejas, sin decir nos nada, dio nuestros nombres al párroco de Sant Sebastià y… Pues pasó lo que pasó».
Naturalmente, tras la sorpresa y asimilar lo que suponía que les fuera a casar el Papa, y que lo haría en Roma, «tuvimos que ponernos en marcha, pues estábamos a mediados de abril y la boda estaba fijada para el 12 de junio. Él, Alfonso, no tuvo problemas en cuanto al traje, pues se compró un chaqué y listo. En cambio lo mío fue otra cosa. Un vestido de novia no se improvisa, lleva su tiempo, sus pruebas… Así que le dije a mi madre que me prestara el vestido con el que se casó, lo llevamos a la modista, les hicimos unos arreglos, y me casé con él. Era bonito y con él también se había casado mi madre».
Casados por un santo
Asuntos referentes al vestido de la novia y chaqué del novio resueltos, había más cosas que afrontar. Y todo a contrarreloj. Había que ir a Roma, como mínimo una semana antes, a fin de buscar el lugar dónde celebrar el convite, dónde alquilar el coche que llevara a la novia hasta San Pedro. En fin, que había que estar allí con tiempo suficiente para evitar cualquier sorpresa de última hora. «Así que lo primero que hicimos fue visitar al embajador de España en el Vaticano, quien nos dio todo tipo de facilidades y asesoramiento a fin de que fuéramos resolviendo los problemas. Todos los gastos corrieron por nuestra cuenta. Llegó el día de la boda. Frente al altar nos encontramos las doce parejas y delante de nosotros SS Juan Pablo II que, puntualmente, inició la ceremonia, que empezó a las nueve y terminó a mediodía.
Finalizada la misma, el Papa nos concedió una audiencia, en el transcurso de la cual le presentamos a nuestros padrinos: mi padre y la tía-madrina de él. Nos acompañaban también cuatro familiares, dos de él y otros dos míos. Durante la audiencia, el Papa nos habló en español, deseándonos todo lo mejor del mundo, regalándonos varios rosarios bendecidos por él».
El convite, al que asistieron unos treinta invitados, de los más de doscientos que hubieran sido en caso de haberla celebrado en Palma, tuvo lugar en el Palazzo Brancaccio, próximo a Santa María la Mayor. A parte de todo lo que supuso la boda, desde la sorpresa de ser ellos uno de las doce parejas elegidas, hasta verse ante el Papa, «es que –apostilla Carmen–, no solo es que nos casara él, es que hoy Juan Pablo II es santo. Y no todo el mundo puede decir que los ha casado un santo».