Existen fragmentos epigráficos correspondientes a valiosos monumentos sepulcrales descubiertos en Palma casi por casualidad, propios de los musulmanes mallorquines y «únicos» en su especie. En su descubrimiento, puesta en valor y difusión cultural resultaron importantes varios nombres, todos ellos ligados a la Societat Arqueològica Luliana. Estos días, en los que se ha conmemorado el Día Internacional del Arte Islámico, vale la pena situar en la palestra a este patrimonio cultural y dar lustre a parte de la historia más escurridiza y olvidada de Palma y Mallorca en su conjunto.
Se trata de un conjunto de fragmentos que provienen de una necrópolis situada en los alrededores de la actual calle Pelleteria de la capital balear, lo que hace algo más de mil años correspondía sobre el terreno con la Almudaina de Gumara. Este es el nombre con el cual se ha bautizado un recinto fortificado integrado dentro de la Madina Mayurqa musulmana que ha llegado con severas modificaciones a nuestros días, y de la cual únicamente se conservan dos torres cuadradas rehabilitadas para usos modernos, las llamadas torres del Temple. También parte de una iglesia, según los autores Pau Piferrer y Josep Maria Quadrado «convertida casi en cripta por la elevación gradual del terreno circunvecino», en la cual no cabía «ensanche ni reforma, ni siquiera con el piadoso objeto de mejorarla o aumentar el culto, y menos a costa de desbaratar en la sacristía los rastros de la arábiga puerta que salía al foso».
Como tantas veces hemos observado en la época a caballo entre el fin del mundo islámico mallorquín y la reconexión de la Isla con la cristiandad, las piedras fueron reutilizadas como material de construcción, en su caso en la Capella del Temple, hasta que fueron recuperadas por la Societat Arqueològica Lul·liana y expuestas en el Museo Luliano. Esta reutilización sistemática es la responsable de que relativamente pocos vestigios islámicos hayan llegado intactos a nuestros días. Rodrigo Amador de los Ríos, quien dirigiera en su día el Museo Arqueológico Nacional de España, realizó a cuenta de estas inscripciones funerarias en árabe un estudio que publicó en el boletín número 6 de la Societat, que vio la luz en 1896 y en el cual apuesta porque fueron los propios templarios, o sus servidores, los que desballestaron esas sepulturas para utilizar sus elementos en las tareas de reconstrucción.
En esa publicación, además, se ensalza los nombres de «Juan O'Neill, dignísimo individuo de la Comisión Provincial de Monumentos Históricos y Artísticos en Palma» y «Estanislao Aguiló, docto miembro de la Sociedad Arqueológica Luliana», por los «perfectos y muy excelentes calcos de todos los epígrafes, y aquellas noticias indispensables relativas a su hallazgo». Por qué esas piezas suponen un descubrimiento relevante. En la medida que dan cuenta de «las costumbres funerarias de los islamitas mallorquines en el siglo Xll y parte del primer tercio del XIII», así como permitir desentrañar la problemática «procedencia de las gentes que durante aquel período de la dominación musulmana poblaron en las Islas Baleares». En relación al segundo punto se aventura que «debieron proceder de dos razas mezcladas, que pudieran ser acaso la eslava y la berberisca» en base a las evidencias recabadas.
Asimismo, recalca la importancia del hallazgo por encontrarse en un punto neurálgico de la Palma islámica, una ciudad a la cual nos aproximamos en su día a través del milenario ciclo del agua. «Verificóse el fortuito hallazgo en el recinto primitivo de la renombrada Almudayna, que recibió después nombre de Almudayna de Gomera en el libro del Repartimiento entre el rey don Jaime I y sus magnates, a raíz de la conquista; existía allí entonces una de las fortalezas, a que da nombre de castell don Jaime, cerca de la cual se abría la puerta de Bib-al-beléd, y emplazada en el extremo oriental de Palma, por lo cual hubo de concederle el insigne rey conquistador grande y muy subida importancia militar, hubo de hacer donación de ella y de cuanto comprendía dentro de su recinto amurallado a la Orden militar del Temple, que tanto prestigio obtuvo en aquellos tiempos, a fin de atender así a la seguridad y defensa de la plaza, como sitio que era aquel estratégico y comprometido».
Aunque poco o nada se sabe de las tradiciones funerarias de califas y valís, el autor del estudio señala un elemento básico y común en la práctica totalidad de las sepulturas musulmanas de las clases sociales a lo largo de las tierras del antiguo Al Andalus: «ofrécenla sin distinción también en todas las regiones, las lápidas rectangulares y planas», aquellas «con más o menos arte trabajadas en mármol blanco o gris», e incluso aquellas elaboradas con materiales más veniales como «pizarra y piedra ordinaria, arenisca o de granito, de mayor o menor regularidad, de mayor o menor grueso, con el reverso primitivamente pulimentado, desbastado sólo, o sin desbastar en ocasiones». Es por ello muy curioso que «entre los restos de la ráudba de la Almudayna de Gomera en Palma, no haya sido hallado fragmento alguno» de las mismas, aunque rápidamente el autor aventura una más que plausible explicación: «pudieron quizá ser utilizadas por los conquistadores en el pavimento de algún templo o construcción».
Los tamaños y las proporciones de las lápidas islámicas medievales varían según época y emplazamiento. Algunas fueron concebidas para «ser empotradas en el paramento de algún mausoleo, sepulcro o monumento fúnebre, ya para ser directamente colocadas a flor de tierra sobre la parte superior de la huesa, y ya para ser hincadas en el suelo, a modo de stellas a la cabecera de la sepultura». El especialista anota otro detalle que «todavía se practica en algunas poblaciones andaluzas». De este modo, «o bien por la carencia de fortuna en la familia del difunto, o quizá por la costumbre, fueron reemplazadas las tablas de mármol, de piedra o de pizarra, por ladrillos vulgares que, á manera de solado, cubrían la fosa, sirviendo de cubierta de la misma».
En todas se repite la misma leyenda sepulcral, unos «signos cúficos a manera de invocación religiosa con que encabezan siempre los musulmanes sus obras». Nunca falta la identificación del individuo, con nombre y alcurnia descritos, así como «la fecha del fallecimiento, la profesión de fe mahometana, y la aleya o versículo 33, Sura IX del Corán como remate». Cuanto más antigua es la sepultura, «mayor es la concisión de la leyenda, y menor, por tanto, el empleo de fórmulas religiosas».