La Casa de Familia es un servicio de acogida residencial, gestionado por la Fundació Social La Sapiència y propiedad del IMAS, en el que conviven 165 personas, 88 de éstas están en el servicio de acogida e inserción social y 77 en el de acogida residencial. Gabriela, Floreal y Javier son tres de sus residentes y representan a la perfección los diferentes tipos de perfiles que hacen uso de este servicio.
Gabriela Balaguer, tiene 79 años y hace cinco que vive en el albergue. Nació en Palma, se crio con sus padrinos y fue a la Escolapias hasta los 15 años. «Tuve una vida normal, conocí a mi marido, que era carpintero, me casé. A los 16 años nos separamos y un año más tarde empecé con otro hombre, que era albañil, con el que viví más de 30 años y tuvimos un nene», narra. «Mi hijo es una persona vulnerable, no podía vivir con él porque tiene 35 años y seis hijos. Con lo que percibo de pensión no puedo pagar una habitación», lamenta. Además, «estoy muy bien, pero la gente no quiere alquilar a mayores por si nos pasa algo». Sin embargo, Gabriela rebosa vitalidad: «Estoy apuntada a muchas actividades, pinto y bailo salsa».
Floreal Collado, tiene 58 años y desde hace cuatro vive en la Casa de Familia. Nació en Bélgica: «Mi padre era refugiado de la ONU, luchó en la Guerra Civil y huyó a Casa Blanca con mi madre porque le perseguían los falangistas», explica él. «De ahí se fueron a Bélgica donde nací yo, el pequeño de cinco hermanos». «Llegué con 17 años a Mallorca, llevo aquí 41 años y me siento mallorquín», asegura.
Viajante empedernido, Floreal ha vivido en África, Asia y América: «Nunca he hecho turismo, he vivido en Nepal, la India y Perú. Siempre he sido muy libre, aquí en Mallorca también», apunta. Desde que puso un pie en la Isla fue encadenando diversos empleos: vendedor ambulante, portero, camarero y jardinero, entre otros. Se enamoró, tuvo una hija, se separó y acabó viviendo en una furgoneta en Deià por elección propia.
Sin embargo, desde hace una década ha padecido problemas de salud, el último episodio fue en 2020, cuando le descubrieron cáncer de bronquio y más tarde metástasis. Además, desde hace dos ha perdido parcialmente la vista y se tiene que orientar con un bastón: «Veo muy poquito, lo justo para leer», reconoce. «Me empecé a encontrar muy fatigado», recuerda, «la madre de mi hija me dijo que fuéramos a Son Espases. Entré, estuve un mes ingresado porque me extrajeron el tumor y después me mandaron a Primera Acogida». Allí esperó hasta que huvo una plaza disponible en la Casa de Familia, donde recibe todos los tratamientos médicos que requiere, pues el programa cuenta con asistencia médica.
Javier Acevedo tiene 65 años y vive en el centro de acogida desde hace un año y medio. Nació en Barcelona el 31 de diciembre de 1959, el mayor de cinco hermanos, y con cinco años se mudó con su familia a Palma. Javier ha vivido en la calle durante mucho tiempo y además ha padecido problemas de alcoholismo: «Me acuerdo que con siete u ocho años, mi padre ya me llevaba a un bar de la Porta de Sant Antoni y me invitaba a cerveza. Lo hacía una vez a la semana, más o menos. Puede que haya tenido algo que ver con yo después bebiera», reconoce.
A los 14 años se alistó en la Legión y se fue al Sáhara durante cuatro años, luego estuvo uno en Fuerteventura y otro en Melilla. «Al final me aburrí y volví. Me puse a trabajar como soldador, luego la empresa cerró y me metí a tornero». Los años siguientes estuvieron marcados por el alcohol, despidos y cambios de trabajo y problemas intrafamiliares, a los 32 años se fue de casa de sus padres y empezó a vivir en casas okupas o en casa de sus parejas: «Nunca he pagado un alquiler», confiesa. En la última casa okupada en la que vivió estuvo seis años, en la calle Aragón. Luego lo desokuparon y pasó el año y medio siguiente entrando y saliendo del hospital, Ca l’Ardiaca y durmiendo en la calle.
A través de la entidad Encuentro, una voluntaria lo convenció, a él y otros sin techo, a ir a la Casa de Familia y tras mucho insistir y una larga espera -casi un año y medio-, Javier consiguió plaza en el centro residencial. «He dejado de beber totalmente y me gustaría retomar el contacto con mi madre», expone. Él, Grabiela y Floreal son ejemplos de lo que este casa de acogida puede ofrecer.