Considerada como una de las voces filosóficas de referencia en la actualidad española, Marina Garcés centra su ojo analítico en los problemas del presente que serán, a su vez, los del futuro próximo. La autora de Filosofía inacabada (Galaxia Gutenberg) y Nueva ilustración radical (Anagrama) presentó este viernes en la Llibreria Drac Màgic su nueva obra, El tiempo de la promesa, editado por Anagrama, y en el que explora este acto del habla, el prometer, como una manera diferente de relacionarnos con el tiempo, el poder, nosotros mismos y los que nos rodean.
¿Cómo y por qué surge el interés de explorar conceptualmente la promesa?
Surge de la pregunta de cómo podemos relacionarnos con el futuro que no sea desde la sensación de amenaza que hay por todas partes de que todo se acaba o con la necesidad de la fantasía tecno-utópica. Es un cómo saltar este abismo entre presente y futuro y, de ahí, surge la posibilidad de pensar en algo que se conjuga en presente, como es la promesa, pero que habla de algo que tiene que ver con nosotros en el futuro.
¿Por qué la promesa? ¿Qué la caracteriza que la convierte en una acción interesante?
Aquí hay dos cosas: por un lado, el contenido de la promesa no solo declara intenciones o propósitos u objetivos, que son maneras de relacionarnos con lo que no hemos hecho, sino que se dirige a alguien, damos la palabra a otros. Esto puede ser íntimo, cercano, pero también colectivo o la humanidad entera, y permite todas las escalas posibles del vínculo, pero siempre hay un vínculo. Esta es la condición más creativa de la promesa. A diferencia de las listas de propósitos o de los proyectos que tenemos, las promesa crea un vínculo con aquellos a quien se dirige, tiene una dimensión de compromiso que las otras no tienen, y quizá esto es lo que nos da reparo hoy en día para hacer promesas o entendamos que son falsas: que no acabamos de creernos nuestros vínculos.
En el libro lanza la pregunta de quién se atreve a hacer una promesa cuando no sabemos qué va a pasar en el futuro. Le doy la vuelta: ¿Quién se atreve a prometer en contra de lo que sabe que va a ocurrir?
La promesa es algo que se inscribe en el tiempo, no hay promesa sin temporalidad, pero hoy el tiempo que compartimos está marcado por la incertidumbre de que todo puede ser posible y cambiar, vivimos en el accidente permanente. Incluso si no ocurre hay una amenaza de accidentalidad, siempre hay algo que amenaza la continuidad, algo que hemos vivido de forma extrema con la pandemia.Esta amenaza, sin embargo, la vivimos como un destino, un saber que no podremos estar juntos, y en ese contexto, ¿para qué prometer nada? Pues porque las promesas no son fantasías utópicas, sino que una promesa introduce un sentido de lo posible que quizá se desvía de lo determinado. Es crear posibilidades nuevas que no tenemos y no previstas en el curso de lo que damos por hecho.
También habla de la caída de las grandes promesas (dios, estado y capitalismo), pero hay una que parece aguantar: la promesa de un futuro dominado por la técnica y la ciencia acrítica ahora representado por la inteligencia artificial.
Cuanta más inseguridad hacia el futuro más necesidad de algo, de una voz, sea técnica, divina o del tipo que sea, que diga qué va a ocurrir. En muchos momentos de crisis se han desarrollado prácticas adivinatorias, y esto es muy humano porque el no saber nos aterra. Ahora es bajo imaginarios tecnosofisticados, pero es lo mismo, y las nuevas tecnologías son vistas de manera casi religiosa. La IA es vista como una voz oracular cuando se basa en un lenguaje y mecanismos de procesamiento de datos que son magníficos, pero no son más que eso, procesamiento de datos. Sin embargo necesitamos esa promesa de salvación porque cuando hay alguien que puede prometer tiene todo el poder de la salvación.
También comenta que vivimos en un momento de escasez de promesas, aunque la política en general parece la excepción a la norma, ¿cómo diferenciarlas?
En este tiempo de escasez o de reparo a hacer promesas, quien más promete sí es el político, pero ya lo asociamos casi unívocamente a una estrategia retórica, ni siquiera hay la duda de si son verdaderas o falsas. ¿Por qué en la política, que es donde decidimos e interactuamos lo público, hay esta banalidad de la palabra? Esto destruye el vínculo y coloca esas promesas en favor de intereses.
Se desprende del libro un interés por promover las promesas en el ámbito cercano, privado, y alejarse de las grandes promesas, casi como algo insurrecto y en contra de la tendencia general de nuestra sociedad.
No solo nos cuesta vincularnos, sino que hay muchas de esas grandes promesas que han quedado incumplidas y son las que tienen que ver con estas promesas entre iguales, recíprocas, que no esperamos que nos haga alguien para salvarnos, sino como lugares de construcción de un cierto tiempo común. Desafiar el quién puede prometer qué y a quién. Ahí hay un desafío porque nos hemos convertidos en esclavos de un tiempo que no se deja cambiar y en el que intentamos mantener esa promesa que ni hemos hecho ni nos interesa de éxito que alimentamos incluso fracasando continuamente. No se trata tanto de hacer promesas y nos salvaremos, sino saber a qué promesas servimos y cuáles habría que romper.
En este contexto, ¿qué es más importante: hacer la promesa o mantenerla y cumplirla?
Lo interesante es que prometer algo ya es una acción e incluso hecha en falso, está hecha y se puede revisar. Que se cumpla o no, pienso que lo interesante es que toda promesa se hace sabiendo que puede no cumplirse y no van con garantía, sino que es un abrazo a la incertidumbre sin renunciar a introducir un deseo en ella, un compromiso. Es un hacer contra el tiempo. Nadie puede garantizar que cumplirá lo prometido porque no somos omnipotentes y el hacer promesas no es una forma de superioridad o soberbia, sino que nos inscribe en ese margen de que nuestras acciones parten de lo incierto.
Teniendo en cuenta lo dicho, y sin garantías de cumplimiento o sin un tercero superior que vele por la promesa realizada, ¿qué ocurre con el peligro de las grandes promesas que las olas reaccionarias pueden realizar y la pasividad de quienes escuchen a pies juntillas y deleguen en ellos su responsabilidad?
El lenguaje de la promesa tiene toda una geometría. Por eso, históricamente ha sido, en el marco de la cultura occidental, la palabra del soberano, ya fuera Dios, los fundamentos del estado o el capitalismo, quien prometía. Ahí aparece la pregunta de en manos de quién estamos dispuestos a ponernos al aceptar el marco de determinadas promesas colectivas. Porque no es lo mismo una promesa de emancipación que una de éxito y no solo hay que escuchar qué se nos promete, sino dónde nos sitúa en relación a los demás y qué relaciones de servidumbre se construyen en las maneras que se nos prometen ciertas cosas y mundos posibles.