Las dos caras de los mismos euros

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Pocas regiones europeas tienen en la actualidad una proyección internacional tan amplia como el archipiélago balear, la comunidad más pequeña del Reino de España. Su privilegiada posición geográfica en la encrucijada del Mediterráneo occidental, la bondad de su clima, sus impresionantes paisajes, su luz reflejada y retratada y el culto al Sol, vienen calando desde hace décadas en los sueños de millones de personas. De esta forma, estas islas antaño olvidadas (Gautier) o islas adyacentes, se convirtieron en la época posbélica, y año tras año, en un territorio venerado, en un lugar parecido a la felicidad (como escribió Carme Riera) y en un poderoso imán, atractivo y atrayente, para millones de personas de cualquier nacionalidad que vienen a visitarnos de vez en cuando y otras muchas que cruzan el mar o el cielo para fijar aquí su trabajo, su vida y su hogar. De tierra de emigrantes a tierra de acogida.

Así, sus características naturales, la hospitalidad de sus gentes y la construcción de infraestructuras adecuadas (aeropuertos, hoteles, autopistas...) convirtieron el paraíso insular, en una locomotora económica imparable, que pasó de los 100 mil visitantes y 400 mil habitantes en 1950, a los 4,5 millones y 653 mil residentes en 1980 hasta llegar a los, 19 millones de turistas y 1,23 millones de personas en 2024, en una correlación casi perfecta. De esta forma, la población de las islas se multiplicó por tres en sólo una generación, mientras que su PIB per cápita no ha seguido la misma vía: alcanzó su máximo en la década de los 80 para iniciar un descenso progresivo que nos sitúa hoy en la media de las comunidades y lejos de las posiciones de cabeza y más si se tiene en cuenta la paridad del poder de compra –PPA-. No compra un euro lo mismo aquí, que en otras comunidades. (PIB cápita= 34.381. INE 2024) (Repensar Balears, 2017).

Como bien se intuye, este sostenido, espectacular e inverosímil crecimiento poblacional no es independiente de la especialización económica insular. La «población», definida en relación con un espacio de referencia –en este caso un territorio insular limitado- es el conjunto de personas que residen en él y que se renueva por acción directa de tres fenómenos: la natalidad, la mortalidad y el saldo migratorio (es decir, la diferencia entre las personas que llegan para vivir en él y las que deciden marcharse).

A ninguno de los lectores se le escapa que los determinantes que inciden en cada uno de ellos dependen de la situación socioeconómica y, a su vez, el crecimiento poblacional intensivo tiene un enorme impacto en el territorio, en su cultura y múltiples consecuencias directas en las necesidades básicas y fundamentales de las personas que lo habitan; en la movilidad, en la vivienda, en la educación, en la asistencia sanitaria, en el consumo de energía, en la producción de residuos o en la necesidad de recursos hídricos.

Teniendo en cuenta el desplome de la natalidad -las mujeres tienen menos hijos, retrasan la edad para tenerlos y la tasa de fertilidad es sólo 1 hijo cuando la tasa de reposición es de 2,1- y el natural envejecimiento de los nativos, el saldo migratorio se convierte y es, con gran diferencia, el factor que explica y determina la enorme cifra de los nuevos residentes de otras comunidades españolas y además de nacionalidades muy diversas: Marroquíes, Italianos, R. Unido, Alemanes, Asiáticos, Colombianos, Rumanos, Argentinos, Franceses, Búlgaros, Ecuatorianos o Senegaleses, en este orden (extranjeros residentes 2022 INE). En la primera década de este siglo (2001-2010) apareció pues, y cada año, una «nueva población» de 26.000 habitantes, es decir 1,7 veces mayor que Sa Pobla o Sóller, un crecimiento que se frenó con la crisis económica y la pandemia, pero que en los últimos años (2023-2024) vuelve a superar los 20.000 nuevos residentes anuales. Y todos ellos necesitan un hogar (un hogar cada 2,4 personas), automóviles, transporte público, colegios para sus hijos, centros de salud, hospitales, agua y energía. La demografía es el destino.

Así pues, en esta particular simbiosis, en esta estructura económica insular (Comercio, Restauración, Hostelería y actividad inmobiliaria) radican hoy las fortalezas de nuestra economía – su crecimiento económico- y, al mismo tiempo sus principales debilidades –caída del PIB por habitante, poder de compra e impacto medioambiental, cultural y necesidades crecientes de servicios públicos fundamentales. Las dos caras de la misma moneda, la cara y la cruz de los 42 mil millones de euros que circulan, cada año, por las venas de nuestra economía y que no podemos ver al mismo tiempo, salvo que nos miremos en el espejo.

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