De un tiempo a esta parte hemos incorporado el llamado roscón de Reyes a nuestra repostería festiva de la Epifanía, que es el nombre oficial con el cual se designa lo que generalmente conocemos como el día de Reyes. Mallorca no fue precisamente de los lugares donde más pronto se adoptó esta costumbre, pero lo cierto es que va camino de asentarse en nuestras mesas de forma definitiva. Entre las razones de su aceptación cabe considerar la ausencia de un dulce local propio y emblemático de dicha festividad. Al fin y al cabo, esa jornada carecía de relevancia en nuestro calendario festivo, hasta que la propaganda comercial fue obligando a incorporarla y facilitando su conmemoración con relieve similar a las fiestas navideñas.
A nuestra isla, la costumbre del roscón de Reyes llega probablemente desde Barcelona, a donde fue importada desde Madrid o Sevilla a lo largo del siglo XVIII. En ambos lugares, el dulce había tenido una excelente acogida, como la tenía cuanto procediera de la brillante gastronomía francesa, donde el rey Luis XV (1710-1774) era su principal valedor. Al fin y al cabo, el pastel había sido creado en su honor por un cocinero eslavo de su Real Corte, acaso polaco, que quiso obsequiar al monarca el día de la Epifanía con una pieza repostera entonces tradicional de su tierra.
Su llegada y adopción por nuestra repostería isleña no puede ser más ajena a la tradición local de la época. En cambio, las «rosquillas», forma similar si bien de menor tamaño, aparecían ocasionalmente en determinadas mesas mallorquinas selectas, desde fechas como mínimo coetáneas a la llegada del roscón francés a la Península. Su presencia era habitual en las mesas peninsulares desde fines del período medieval, figurando ya citadas en el Vocabulario español latino (1495) del conocido gramático Antonio de Nebrija. Nuestra repostería local no parece haberlas incorporado antes de la segunda parte del siglo XVIII y no es hasta la década de 1763-1773 que aparecen mencionadas en una pieza teatral mallorquina de carácter popular.
A partir de ese momento se convierten en una de las pastas dulces más frecuentes en la repostería documentada de fines de esa centuria. Para entonces existían cuatro tipos de dicha pasta. Además de una receta sin identificación específica de procedencia, existían otras tres variedades. Las más famosas y conocidas eran las rostilles (sic) de Sineu, donde las fabricaban las pasteleras religiosas concepcionistas en su convento del Palau. Otras similares procedían de sus homónimas del convento palmesano de Santa Clara. Las terceras, más raras y menos frecuentes, eran elaboradas por los frailes dominicos palmesanos con el nombre de Panets de sant Domingo. Las del claustro de Sineu son descritas como Redonetes, fines, dures, por la poetisa llucmajorera María Antonia Salvà. De sus rimas puede deducirse, además, que alcanzaban el tamaño de un platillo, de café o de postre y que solían presentarse a los comensales juntamente con arrops i confitures.