El barrio de El Terreno está experimentando un cambio drástico de fisonomía en la zona de Gomila, antaño de moda y hogaño deteriorada paulatinamente, a pesar de su privilegiada ubicación. Algunas iniciativas privadas, en particular la de la familia Fluxá, están actuando como motriz de una recuperación y transformación de la zona para devolverle el esplendor del pasado. Los propietarios de Camper han adquirido varios edificios que han rehabilitado con un concepto moderno e innovador, destinados a apartamentos de alquiler. Y dentro de ese proceso, han incluido también un par de apuestas en el campo de la restauración. Un bar de copas, junto a la plaza Gomila, y un restaurante de comida italiana, con fachada blanca que contrasta con los colores de los edificios aledaños y que responde al nombre de Brutus. Ocupa la parte baja de uno de los edificios rehabilitados, y ofrece muchas características que consiguen crear un ambiente cálido y luminoso, a pesar de que la estructura arquitectónica –paredes de hormigón, casetones vistos, del más puro estilo brutalista e industrial–, podría haber generado lo contrario.
Pero un magnífico interiorismo a cargo del estudio de Sandra Tarruella ha logrado integrar paredes de hormigón, suelos de cemento pulido, alfombras de gresite y madera de ipe y teca en los techos, con elegantes mesas, cómodas butacas, más sofás en la zona de espera, que generan un ambiente acogedor. Los inmensos ventanales y la luz de la terraza central, presidida por un bello algarrobo, ayudan a generar ese resultado.
Con tales características, el nombre de Brutus podría responder a ese concepto y estilo arquitectónico tan particular (béton brut –hormigón crudo– lo denominó Le Corbusier). Pero los propietarios del restaurante y dinamizadores de la zona ya habían utilizado el mismo nombre para otro de sus productos: su vino, elaborado desde hace unos años en bodegas Ribas con viñedos de su finca de Son Forteza (Alaró), también se llama Brutus. Por tanto, no sabemos si el nombre del restaurante responde al concepto arquitectónico o la marca de su vino. O tal vez, a ambos. En cualquier caso, el lugar merece la pena por todos estos aspectos, y también por la faceta gastronómica. Han optado por una cocina italiana bastante clásica, de pocos platos, basada en entrantes, pastas interesantes, una reducida selección de carnes y pescados, y el aliciente adicional de unas cuantas sugerencias diarias. Todo lo elaboran en una amplia zona de cocina a la vista, en la que destaca un horno para pizzas.
En nuestra visita, optamos por las atractivas recomendaciones fuera de carta. Compartimos primero unos infrecuentes paccheri con moscardini (pulpitos) con salsa amatriciana, tomate frito con guanciale y pecorino, interesantes porque no es fácil encontrarlos habitualmente en restaurantes italianos. La pasta estaba excelente, pero los moscardini habían quedado anegados por una salsa sabrosa pero excesivamente aceitosa y pesada que restaba elegancia a un plato prometedor (20€).
Bastante diferentes resultaron los linguini con cigalas y suquet de pescado, estupendos de punto y textura, suaves, ligeros y sabrosos (22€). Y acertada sugerencia también la propuesta de un bacalao confitado sobre base de puré, calabacín, pesto y un toque cítrico que le aportaba un sabor muy particular. Tierno, en su punto (21€). El tiramisú con el que terminamos la cena, suave y jugoso (8€). La carta de vinos es bastante reducida, en la que incluyen –obviamente– el Brutus de sus viñedos. El servicio, muy joven y amable, aunque el importante número de mesas y su alta ocupación nos hizo esperar entre platos bastante más de lo que debería ser aconsejable en un lugar con aspiraciones como éste.
Conclusión, restaurante elegante, agradable y acogedor, muy de moda, que tiene que ir puliendo algunos aspectos inherentes a un establecimiento que está empezando y que, afortunadamente, está bendecido por una notable afluencia de clientes.