Con el nombre que ostenta, no creo que pueda imaginarse que este vino sea otra cosa que un blanco hecho con uvas blancas. De hecho, es un blanco singular y con una historia que se remonta como mínimo a 1947, fecha en que su primera cosecha estuvo a disposición del público. Para ese año las entonces nuevas Bodegas J. L. Ferrer, llevaban ya unos años de andadura y en el curso de los mismos su producción se había centrado en los tintos y los muy populares claretes de la época.
Josep Lluís Ferrer Ramonell, su entonces propietario había dado su nombre a la joven Bodega e iniciado el embotellado de sus vinos con vistas a una mejor comercialización, tal como venían haciendo los franceses y unos pocos riojanos seguidores de esa novedosa manera de presentarlos. Su estancia académica en Francia le había puesto en contacto con esa modalidad, con la cual además de individualizar el vino, se permitía conservarlo y envejecerlo, logrando resultados únicos y exclusivos.
Con los vinos blancos no acostumbraban a seguirse esos procedimientos y su consumo se reducía, salvo contadas y muy dignas excepciones, a concretos entornos.
No obstante, eran prácticamente los preferidos por María Lloberas Millastre, esposa de Josep Lluís Ferrer. Esa predilección había sido decisiva para que la Bodega dedicara un tercio de sus cepas a uvas blancas, por el sencillo procedimiento de sembrar dos surcos de uvas tintas por cada uno de blancas. Esas eran sobre todo de la variedad denominada moll, ahora emblemática y característica de la comarca binissalemera. Esta variedad blanca también llamada prensal, no era una variedad local antigua, sino una de las promovidas por la Estación Enológica de Felanitx tras la desgraciada catástrofe filoxérica. Su elección había sido recomendada por Arnesto Mestre, antiguo socio de Ferrer en Vinícola Binissalem y a la sazón director de la institución mencionada. Sería la principal sustituta de las variedades blancas locales tradicionales.
El camino recorrido desde entonces ha añadido nuevas variedades blancas como la chardonnay y la moscatel, que han aportado y afinado colores, aromas y sabores. El resultado actual de esas combinaciones presenta un brillante color amarillo con reflejos verdes, muy glicérico. De aromas intensos y notable riqueza aromática, con notas herbáceas, florales, a rosa blanca principalmente, y frutas blancas, tales como el melocotón o la piña. Entrada fresca y agradable, con una acidez equilibrada, con notas cítricas suaves y la fruta mencionada. Evolución en boca suave y final agradable, de persistencia media. Es recomendable servirlo bien frío, entre tres o cuatro y seis grados. Es especialmente adecuado para acompañar mariscos, cefalópodos y pescados escasamente o poco elaborados, preferentemente en frituras, a la brasa o a la plancha. En estos dos últimos casos, simplemente aliñados con aceite de oliva y sin apelar a salsas recargadas.