Los mercados se están convirtiendo en zonas gastronómicas de notable nivel. Es una tendencia generalizada en casi todas las capitales y en poblaciones importantes. En Palma, es ostensible ese fenómeno desde hace tiempo en el mercado de Santa Catalina y, cada vez más, en el del Olivar. Y lo mismo está produciéndose fuera de la capital. El mercado de Inca tiene, desde 2018, una pequeña gema escondida que es La Barra de Miceli, un espacio gastronómico montado por los mismos propietarios del magnífico restaurante de Selva en el que triunfan con una comida delicada y creativa.
En el local que ocupaba una antigua frutería del mercado inquer, Marga Coll y Javier Ares han creado una barra donde se puede desayunar, tomar aperitivo a base de raciones o añadir algunos de sus excelentes platos del día. Los bocadillos son suculentos, diferentes, y muy sabrosos, con una mezcla de apetecibles ingredientes que incitan a volver más días para irlos probando. Una buena idea es tomarlos por mitades (calamar frito con alioli, tomate y salsa siracha (5,5€/9,5€); calabacín, pesto de tomate seco y queso de cabra (4,5€/8€); bacon brasa, cebolla caramelizada y queso raclette (4€/7€); bacalao ahumado, tomate seco y mayonesa de aceitunas trencades (4,5/8€); pollo asado, aguacate, cebolla encurtida, rúcula y mayonesa de mostaza (4,5€/8€).
Las raciones que probamos fueron todas espléndidas. Desde la ensaladilla (5€) a los calamarcitos a la andaluza, crujientes y tiernos (8,5€), los langostinos rebozados, los pescaditos fritos y las melosísimas croquetas de raya y serviola (8€), en su perfecto punto de fritura. Y, especialmente, unos lomos de salmonete al horno sobre una base de remolacha, con un tope de caviar (7,5€), realmente espectaculares.
Hay que estar muy atento a sus excelentes platos del día, que podrían ocupar puestos de honor en la carta de cualquier restaurante de postín. Cuando les visitamos –con la barra, en la que cabe una docena de personas, prácticamente llena–, el plato del día era un excelente bacalao al horno con judías verdes, tomates y puré, servido directamente en una pequeña sartén, soberbio. (10,5€). Un enorme mérito teniendo en cuenta las limitaciones de la minúscula zona de cocina en la que trabajan sus dos experimentados cocineros, alemán y chileno, y en la que un horno kamado les da gran juego para sus creaciones.
Algunos detalles denotan que esta barra es un lugar de categoría: la calidad de sus productos, procedentes de proveedores del propio mercado; las creaciones de sus dos cocineros; el impecable servicio y disposición de sus camareras; el cambio de cubiertos cuando traen raciones diferentes o la excelencia de las copas, inmensas, en las que sirven sus vinos. Pocos, pero bien seleccionados y a un precio sorprendentemente bajo en comparación con los de otros lugares: Sierra Cantabria (2,8€), Vizcarra (Ribera de Duero, 3€), Petit Hipperia (cabernet de los Montes de Toledo, 4€), El Sequé (monastrell alicantina, 5€), Saltmartí (un vino natural de ull de llebre y garnacha del Penedés), o Aixertel –mallorquín entre los tintos–, o un verdejo de Lorenzo Cachazo (2,5€), y un Jaume de Puntiró –prensal mallorquín– (2,8€), en los blancos. Incluso el detalle del pan recién calentado en el momento de servirlo.
Importante, llegar a buena hora tanto para encontrar sitio como, sobre todo, para no quedarse sin algunos de los platos, como nos sucedió con los canelones con salsa de trufa. Buen nivel en los postres, como una sabrosa crema catalana. Sorpresa verdaderamente agradable.