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Manel Suárez: “Los presos de Can Mir vivían en penumbra"

Manel Suárez | Jaume Morey

| Palma |

Ha entrado a saco en el pasado republicano y guerracivilista con libros como El Moviment Obrer a Calvià (2008) e infinidad de artículos en torno a la represión franquista en Mallorca. Manel Suárez (Calvià, 1959) es maestro de Secundaria especializado en lengua catalana y literatura (Escola Normal, 1979). Acaba de publicar La presó de Can Mir (Lleonard Muntaner, 2011).

Ubicado en el solar que actualmente ocupa la Sala Augusta. Me responde:
Manel Suárez.- Era céntrico y estaba muy cerca de la cárcel provincial y de las estaciones. Al margen de todo ello hubo otro factor determinante.
Llorenç Capellà.- ¿Cuál...?
M.S.- Que su propietario, Joan Mir Jaume, lo ofreció al Gobierno Civil. ¿De forma voluntaria o le recomendaron hacerlo...? No puedo precisarlo, porque sus herederos se refugian en el hermetismo más completo. Pero sospecho que el señor Mir estaba enterado del golpe de Estado que se estaba gestando. Por tanto, fue un acuerdo entre amigos. Además, cobró alquiler.
L.C.- ¿Cuándo llegaron, al almacén, los primeros presos?
M.S.- El mismísimo diecinueve de julio ya había seis republicanos de Inca. Y uno de Pollença, Joan Losa.
L.C.- Losa sería asesinado.
M.S.- Pero antes lo obligaron a trabajar, junto a muchos otros, en el acondicionamiento de la nave. Los presos vaciaron el almacén, habilitaron un espacio para cocina y letrinas e hicieron una regata para que circulara un mínimo de agua desde un lugar a otro.
L.C.- ¿Era la misma canal...?
M.S.- La misma, claro. Uno de los internos, Lambert Juncosa, cuñado de Joan Miró, contaba que si no andaban listos se adherían excrementos en los platos. Ya me entiende: cuando los limpiaban.
L.C.- ¿Había literas?
M.S.- Qué va. Aquel almacén, de unos mil metros cuadrados, sólo era apto para guardar ganado. Los detenidos dormían en el suelo, sin mantas, en contacto con la tierra. Sólo a partir del tercer mes de guerra, aproximadamente, se autorizó a los familiares para que les llevaran colchones y ropa de abrigo.
L.C.- ¿Cuántos eran...?
M.S.- ¿Los presos...?
L.C.- Sí.
M.S.- El número variaba, pero oscilaba en torno a los novecientos. Cuando se cerró Can Mir, en el año cuarenta, habían pasado por allí mil novecientos quince. ¡Imagínese las condiciones de salubridad...! Caminaban todo el día. Y con tanto ir y venir de un lado para otro, se levantaba una cortina de polvillo que les afectaba las vías respiratorias y la vista y les provocaba problemas renales. Además, vivían en penumbra. Había algunos ventanucos cerca del techo y unas pocas bombillas que no se apagaban nunca. Era tétrico.

L.C.- Muchos de los presos serían asesinados.
M.S.- Sí. Aunque en las primeras semanas de la guerra ellos mismos no tenían claro si con las sacas los liberaban o qué. Cuando el primer director del centro, Antoni Cañellas, intentó evitarlas fue sustituido.Y acabó en la cárcel. Estuvo unos tres años entre rejas y
murió poco después, en la década de los cuarenta.
L.C.- Las sacas...
M.S.- Eran cosa de los falangistas. Se presentaban en Can Mir con una lista firmada por el comisario Barrado o por el comandante Torres Bestard. El camión, con los reos, se dirigía a la comisaría de la plaza de Santa
Magdalena, entre las calles de Sant Jaume y del Jardí Botànic.
L.C.- ¿Por qué...?
M.S.- Porque el comisario Barrado retenía a aquellos que le interesaban. A veces para torturarlos bárbaramente y luego asesinarlos, como ocurrió con los tres hermanos Sancho Forges. Otras para cobrar indemnización a cambio de perdonarles la vida. El padre de Miquel Mercadal, un joven maestro de escuela
de Inca, pagó quinientas pesetas para que Barrado lo rescatara del camión de la muerte. En muchos casos, el capellán de Can Mir, el reverendo Antoni Garau, intervenía como mediador entre la familia del reo y la policía.
L.C.- ¿Y cobraba comisión...?
M.S.- ¡Si estaba al tanto de lo que se cocía...! Luego, hecha la criba, el camión con los detenidos que no habían podido comprar su libertad, subía desde la plaça de Santa Magdalena hasta la del Hospital y allí se
producía una nueva parada. Los detenidos eran obligados a besar los pies del Crist de la Sang, siempre bajo la amenaza de los fusiles. Y después, ya se emprendía el viaje definitivo.
L.C.- ¿Hacia cualquier lugar?
M.S.- Que podía ser el cementerio de Palma o el de Porreres. Jaume Pallicer, de Calvià, fue uno de los que quedaron retenidos en la comisaría de la plaça de Santa Magdalena. Pero no compró su propia vida. Tuvo la
suerte de que le viera el comandante Feliu,
con quien había compartido muchas jornadas de caza. Así que Feliu lo salvó. Contaba...
L.C.- ¿Pallicer...?
M.S.- Sí, Pallicer... Contaba que antes de liberarlo le vendaron los ojos y le hicieron subir por unas escaleras. Al quitarle la venda se halló en una habitación con dos hombres muertos. Uno estaba de bruces, el otro crucificado.
L.C.- ¿Me lo creo...?
M.S.- A pies juntillas. Los fascistas cometieron atrocidades peores.Y cuidaban al detalle

la escenografía del terror. Una de sus torturas predilectas consistía en dejar unas horas a un preso en una habitación mortuoria, con un cadáver en medio de cuatro candelabros encendidos. Y otra, en sumergirlos,
a los presos, en bañeras de agua hirviendo y de agua helada, ora en una, ora en otra... A Jaume Pallicer le dijeron que considerara lo que acababa de ver como una advertencia de lo que le iba a pasar si volvían a
detenerlo.
L.C.- ¿La comida, en Can Mir...?
M.S.- Un vaso de agua blanca con un chusco para desayunar. Y luego, al mediodía y al atardecer, un caldo de alubias y boniatos. Algunas veces enriquecían aquel brebaje con huesos de cordero, que los presos
escondían por si se les presentaba la oportunidad de defenderse.
L.C.- ¿De los soldados...?
M.S.- De los soldados, de los falangistas, de quien fuera. ¿Por qué no se amotinaron...? Se lo digo: porque los fascistas les habían robado la autoestima. Además ¿a
quién iban a agredir con un hueso...? Estaban en inferioridad.Y no tenían, en caso de fuga, donde refugiarse.
L.C.- Lo de la autoestima...
M.S.- Es lógico que desapareciera. Los presos, en Can Mir, malvivían entre chinches y piojos. Y ratas, grandes como conejos. Casi todos sufrían gastroenteritis, diarreas... ¡Era humillante! Por una u otra causa proliferaron los trastornos mentales.
A Bernat Colomar Martorell, un joven electricista de Inca, lo detuvieron sin saber por qué, lo acusaron de adhesión a la rebelión y lo condenaron a muerte, aunque acabaron por conmutarle la pena por la de
treinta años. Enloqueció y murió entre rejas. No obstante, en el colmo del cinismo, consignaron en el acta de defunción que había fallecido en su casa.
L.C.-...

M.S.- Imagínese, por un momento, a aquellos hombres: días, semanas, meses, paseando
casi a oscuras, esperando que llegaran los falangistas a buscarlos. Aún así, hubo profesores, sabios diría yo, como Josep
Maria Olmos, Lluís Stengel Boscá o Andreu Crespí, que llenaban el tiempo dando clases a los analfabetos. Cuando asesinaron
a Stengel hubo un conato de sublevación.

L.C.- ¿La muerte era algo casi corpóreo, presente a todas horas...?
M.S.- Usted dirá. Al llegar la noche, sin que nadie lo ordenara, se hacía el silencio... El oficial de guardia leía la lista de
los condenados y, entre el nombre y el apellido, hacía una pausa. O sea, que si decía Antonio, a todos los Antonio se les cortaba la respiración hasta que añadía el apellido.
L.C.- ¿Y los curas...?
M.S.- Estaban al corriente y participaban de todas y cada una de las crueldades y vejaciones a las que eran sometidos los presos. Al padre Atanasio de Palafrugell, aquel capuchino venerado actualmente...
L.C.- Sí...
M.S.- Los presos lo llamaban el padre Satanasio. A los condenados a muerte por la jurisdicción militar los metían en capilla la
noche anterior a su fusilamiento. Es fácil imaginar su angustia: solos, en una habitación desangelada, sin nada con que entretener la espera... Y si no se confesaban, el padre Satanasio no les permitía escribir ninguna carta de despedida. Ni a la novia, ni a la esposa, ni a los hijos ni a los padres. A nadie. ¡Y lo hacía en nombre de Dios...! La hipocresía de aquella gente solo era comparable a su crueldad. Le cuento un caso que nada tiene que ver con Can Mir.
L.C.- Vale.
M.S.- Antoni Barceló era un disminuido psíquico, de Calvià. Vaya usted a saber por qué, los falangistas lo mataron de una paliza, en su propia casa, que estaba junto al cuartel de la Guardia Civil. Además, los vecinos escucharon, aterrados, los lamentos y los golpes. Incluso es de dominio público que fue un falangista, José Reus, quién le partió la cabeza de un culatazo... Pues bien: en la autopsia se especificaba únicamente que había sufrido pérdida de masa encefálica. Y para mayor escarnio, el juzgado comunicó a la familia que había muerto en un bombardeo.
L.C.- ¿Cuándo dejó de ser cárcel, Can Mir?
M.S.- Oficialmente en enero del cuarenta y uno. Y en el cuarenta y cinco ya se había convertido en la Sala Augusta. Quienes habían estado allí y sobrevivieron la llamaban Sala Angustias. Jamás ninguno de ellos pisó el cine.

Can Mir estaba situado en el mismo solar que actualmente ocupa la Sala Augusta, en la avinguda Joan March, de Palma. Con anterioridad a la insurrección
militar era un almacén de maderas. Sin embargo, Manel Suárez afirma que muy probablemente Joan Mir Jaume, su propietario, ya había decidido alquilárselo a los golpistas en los meses anteriores al pronunciamiento militar. El Ayuntamiento corrió con los gastos de la reforma y entre los proveedores de material figuraban Joan Carbonell Barceló (ladrillos), Bernat Castell Maimó (electricidad), Magí Roig Mulet (yeso) y Uralita S.A (tuberías). El coste total de las obras fue de 1.865,4 pesetas, por lo que una de dos: o la reforma fue mínima o los proveedores citados cobraron su trabajo a precio de patriota. Can Mir tuvo tres directores: Antoni Cañellas, Bartomeu Fullana y Damià Rigo. Y la custodia de los presos (lo de custodia es un decir, porque los falangistas entraban y salían a voluntad) estuvo a cargo del ejército. Concretamente de un sargento, tres cabos y veintinueve soldados, pertenecientes al Regimiento de Infantería número 36. Por Can Mir pasaron un mínimo de 1.915 personas, lo que equivale a decir 1.915 biografías destrozadas. Uno de los presos que logró sobrevivir, Jaume Marzà Salvà, supo simbolizar con un solo gesto aquella tragedia. Me lo cuenta Manel Suárez: al llegar a su casa, una vez liberado, se fue directamente hacia la jaula del jilguero y la abrió. No dio ninguna explicación ni nadie se la exigió.

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